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03 abril 2013

CADENCIAS

(Relato seleccionado y publicado en el libro “Tengo una historia para contarte” Ed. GRAFEIN (2012) ISBN: 978-8493799830)

Carlos entró en el aseo. Sola en su habitación, sin tiempo que perder, cogí su cartera y me puse manos a la obra: documentos de identidad, tarjetas, recibos de compras realizadas en diversos establecimientos.

Carlos compartía conmigo la noche de los sábados y un cariño mutilado que me aportaba migajas de afecto y la esperanza de un mañana pleno. Mientras procedía al minucioso registro, sabía que él se afeitaba gracias a los sonidos que tan bien conocía: primero el rechinar de un grifo al abrirse, después el repiqueteo de la cuchilla contra la loza: “tic, tic, tic”. Siempre de tres en tres. Luego cerraba el grifo y, por unos instantes, silencio. Suponía que era durante esos vacíos sonoros cuando la hoja se deslizaba por su cara abriendo una brecha libre de espuma y pelo. A los pocos segundos, el grifo chirriaba nuevamente y le seguían, inevitables, las tres percusiones en la cerámica del lavamanos...

Ese escrutinio de sus enseres era un acto desesperado. Necesitaba saber quién era el hombre que se escondía tras sus rutinas, ese que no me permitía entrar en su vida ni cruzar el umbral de su intimidad.

De fondo, acababa de oírse la mampara de la ducha y la sacudida ronca de un grifo que con su caudal ponía en marcha la caldera. Acto seguido, mientras esperaba que el chorro de agua alcanzase la temperatura adecuada, lo imaginaba poniendo pasta dentífrica en el cabezal de su cepillo eléctrico, cuyo zumbido no tardaba en llegar a través del tabique; lo suponía gozando con el cosquilleo que las sutiles vibraciones del motorcito producían en su cráneo, como si también pudieran eliminar el sarro mental y fortalecer las neuronas. A continuación, chirrido de grifo y repiqueteo del cabezal contra el lavabo, tres veces; entonces, corría de nuevo la mampara y se sumergía bajo el chorro de agua caliente.

Yo aprovechaba esos momentos para buscar vestigios de información que creía me permitirían escapar del limbo afectivo al me había relegado. Mas la tarjeta manuscrita que acaba de hallar en su billetero, lejos de poner fin a esa tortura, abría nuevas incógnitas: “Gracias por la otra noche. Besos. L.” Me llevé una mano al pecho temiendo que mis latidos pudieran escucharse desde la ducha, cuyo caudal (fui consciente en ese instante) había dejado de oírse. La puerta del baño se abrió. Sin apenas tiempo de reaccionar, cerré el billetero y lo deposité sobre la mesita de noche justo antes de que entrara en la habitación.
Aquella mañana, como tantas otras, Carlos me sorprendió con los ojos húmedos. Y, al igual que en otras ocasiones, evitó preguntarme los motivos y no se permitió imaginarse responsable de aquel derrame expresivo del que no quería ser partícipe, ni como instrumento de consuelo.

Su piel desprendía un olor agradable. De espaldas a mí, se vistió deprisa.

–Cuando acabes… estaré en la cocina preparando el desayuno –sentenció, metió la cartera en el bolsillo trasero de su pantalón y salió sin mirarme.

Me enjugué las lágrimas y acabé de vestirme. Las palabras que acababa de leer daban vueltas en mi mente planteándome nuevas incógnitas, consolidando esa soledad semicompartida que se me antojaba amarga, como el café, cuyo aroma perfumaba el espacio y me recordaba que debía apresurarme. Miré mi rostro en el espejo. Por fuera, todo parecía en orden.

En la cocina, Carlos había hecho el desayuno y, sentado a la mesa, leía los titulares de la prensa en su “Tablet PC”. Puse dos dedos de café en una taza y añadí la medida justa de leche y azúcar, para conseguir el sabor apropiado. Supuse que eso era lo que Carlos hacía conmigo, servirse la cantidad precisa de mí, mezclarme con otros ingredientes que endulzaban su vida, pero que agriaban la mía. 

De vez en cuando, se oía el raspar de un cuchillo sobre la superficie del pan tostado o una  cucharilla repiquetear contra la taza, en secuencia de tres. Pensé que podía ser un buen momento para sacarme de la cabeza aquella dedicatoria y ponerla sobre la mesa junto a las tostadas. Quizá untándole un poco de mantequilla y añadiendo la proporción idónea de mermelada, nos sería más fácil hablar de eso y de los otros muchos asuntos que moraban furtivos entre nosotros. Opté por callar.

-Cuando quieras te acompaño a casa –dictaminó, dejando claro así que nuestro tiempo compartido aquel domingo se agotaba.
Con los ojos nuevamente húmedos, recogí las migajas de pan esparcidas por la mesa y puse la vajilla usada en la fregadera. Desde ese ángulo, podía verle de espaldas, concentrado en la pantalla.

Entonces, su espíritu depredador hizo un intento por lubricar, con un hálito de esperanza, la cadena invisible que nos unía y añadió:

-Por cierto, estás guapa, hoy.

Aquella frase desganada y fingida cayó en mi ánimo como una traición, provocando un deseo irreflexivo y redentor al que no opuse resistencia. Tomé un cuchillo de trinchar, lo empuñé con fuerza y se lo hundí en la espalda. 

Tres veces.



21 marzo 2012

Torrefacto


Llevo días soñando con África. Intento apartarla de mi mente, pero la fantasía se me impone al café con leche, esquivando las tostadas.
Sigues durmiendo. Te envidio. No entiendo por qué cuanto más necesito prolongar el sueño, más temprano amanezco con los restos de la noche africana girando ante mis ojos.
Así que decido levantarme. Preparo café.
Entre palabra y palabra me asomo al interior de la taza. Al fondo, mi imagen trémula, mi yo moka. Sus palabras que nunca llegan a la superficie se ahogan en el café, que quizá por eso tiene un sabor amargo.
Es mi yo de color, mi yo africano.
Ya está África imponiéndose de nuevo. Y digo que no, que no quiero soñar ni escribir sobre África, que me sofoca el calor de su horizonte naranja siempre presente.
Desfondo los cajones del recuerdo en busca de indicios, del porqué de esos sueños tribales, de esos ritos.
Y me resisto. Reitero un café con leche que me despierte, pero allí sigo, en el fondo de la taza, esperando. Sin prisa.
Agito la taza para evitar mi mirada. Un diminuto maremoto de café lanza una gota que se estrella en el escrito. África queda sepultada bajo un lodo marrón que desdibuja su frágil silueta de bolígrafo.
Tú sigues durmiendo. Ajeno a las guerras tribales y a los maremotos de café mientras yo me peleo con otro papel virgen que quiere ser continente negro, pero no le dejo. Y sigo dibujando palabras con tal de no mirar mi imagen negra que sigue esperando al fondo de la taza. Por no ver que el borrón de café no ha conseguido acabar con esa palabra obsesiva. Porque quizá no vale la pena luchar contra lo inevitable.
El olor a café interrumpe tu sueño. Me llamas. No respondo. Sólo espero.
Bajas a la cocina. Pan tostado, café con leche. Esta mañana el café tiene un sabor más amargo.
Te digo adios en los labios, con olas de café.

27 febrero 2012

Ingrediente ausente


Antonio se llevó una cucharada de vichyssoise a la boca. Irene, su acompañante, una rubia con la piel cobriza y arrugada, mareaba las hojas de su ensalada de un lado al otro del plato y le miraba de soslayo. Pero él seguía con la mirada perdida en algún punto del local.
Irene trató de captar su atención y dijo:
-Antonio, ¿en qué estás pens…?
Pero antes de que pudiera terminar la frase, un zapato irrumpía en la vichyssoise de Antonio, salpicándole la camisa.
-¡No me lo puedo creer! –expresó éste en voz alta.
Irene emitió entonces un gritito y saltó a su vez de la silla. Ambos miraron hacia el fondo del restaurante, de donde suponían había venido volando el proyectil y donde, desde hacía bastante rato, se escuchaba discutir a una pareja. La mujer acababa de quitarse el otro zapato y amenazaba con golpear con el tacón afilado a su pareja, que trataba de inmovilizarla.
- Te lo vas a tragar igual que yo he tenido que tragarme a tu amiguita ¡cerdo! –gritó enfurecida.
El camarero hizo ademán de acercarse a ellos, pero la mujer comenzó a insultarlo también a él e intentó agredirle con la mano que aún tenía libre, por lo que optó por hablarle a distancia:
-Señora, tranquilícese, por favor. O tendré que llamar a la policía.
-Isabel, por tu padre, que estás dando el espectáculo. Estate quieta o vamos a tener que atarte a una silla, –agregó su acompañante.
-No me digas como tengo que comportarme ¡tú precisamente! –insistía la tal Isabel fuera de sí.
El restaurante albergaba diez o doce mesas cuyos comensales sin excepción miraban en dirección a la disputa. En una de ellas, un grupo de hombres con traje y corbata se ponían en pie y solicitaban la cuenta.
La mujer, desencajada, prosiguió:
-Como no me sueltes el brazo, juro que te denuncio por maltrato.
Acto seguido, contorsionó el torso tratando de librarse de las manos que la sujetaban. El forcejeo hizo tambalear el reserva que habían estado bebiendo hasta entonces, cayó al suelo haciéndose añicos y salpicó las mesas colindantes con una lluvia burdeos.
Los hombres trajeados solo podían alcanzar la salida pasando junto a la mesa de la discordia, pero no eran partidarios de intervenir en asuntos domésticos y menos de poner en riesgo sus costosos trajes, por lo que decidieron recular y permanecer un rato más sentados a la mesa.
El estruendo de la botella contra el suelo había alertado a los empleados de cocina que asomaban la nariz, justo a tiempo de ver cómo la mesa y el resto de su contenido se volcaba sobre el hombre objeto de la agresión, que aún seguía sujetando por las muñecas a la desquiciada mujer, como único medio de evitar el tacón que amenazaba con abrirse camino en cualquier lugar de su anatomía.
-¡Que alguien me ayude a sujetarla! ¡Por dios! –inquirió al fin, pero nadie acudió en su auxilio.
-Yo creo que lo mejor es llamar a la policía, –adujo el camarero desde una distancia prudencial.
-¡Ya puedes ir despidiéndote de todo lo que tienes! ¡Te voy a dejar más pelado de lo que estabas cuando te casaste conmigo…! –Bramaba ella.
Una pareja de jubilados extranjeros se miraba entre sí incapaces de articular palabra, como si aquella exaltación les estuviera agrediendo en lo más íntimo. 
Por el contrario, Antonio e Irene, conscientes de que no iban a conseguir otra vichyssoise para cenar en un tiempo razonable, habían decidido reírse de la situación. Él se había puesto de rodillas y, con el zapato en la mano, fingía ser un príncipe en busca de su cenicienta. Irene que al principio celebró encantada la ocurrencia, no tardó en molestarse de forma ostensible al ver que su pie no encajaba en el diminuto zapato que le ofrecía su pretendiente.

Antonio, por el contrario, lejos de amilanarse por ese ligero contratiempo, siguió interpretando su papel de mesa en mesa, arrodillándose una tras otra, ante todas las féminas del restaurante.
Irene estaba contrariada, tenía hambre y se estaba poniendo celosa por momentos, elementos que por separado habría controlado sin problemas, pero que, combinados, la habían convertido en una bomba de relojería dispuesta a cualquier cosa por recuperar su cuota de protagonismo. Entonces, decidió poner fin al entuerto del único modo en que creía iba a ser posible: de mujer a mujer y con las mismas armas. Se descalzó, tomó un stiletto en cada mano y corrió hacia la mesa donde aún se disputaba la batalla campal.
Isabel se quedó helada al ver a Irene aproximarse hacia ella empuñando ambos zapatos y trató de esquivarla pero, como quiera que su pareja la tenía inmovilizada por los brazos, fue un blanco fácil para Irene quien le clavó uno de sus afiladísimos tacones en el antebrazo. Isabel profirió un grito desgarrador que pasó desapercibido, pues el resto de comensales se había acostumbrado ya a sus alaridos y había dirigido su foco de atención a los juegos de seducción de Antonio.
Tan solo el marido de Isabel se estremeció al ver otro tacón de aguja hundiéndose en la carne de su mujer. Sólo entonces tuvo a bien soltarla. Acto seguido, miró en dirección a Irene a tiempo de percibir otro zapato acercándose a su rostro y un dolor agudo en el ojo derecho.
Las dos mujeres se habían enganchado del pelo y gritaban como posesas tratando de eliminar a golpe de tacón a su oponente. El forcejeo les hizo resbalar y caer al suelo, donde su lucha se volvió un cuerpo a cuerpo salvaje entre cristales y manchas burdeos empapando sus prendas.
Irene reiteraba el nombre de Antonio con insistencia, pero él seguía con la mirada perdida en el infinito.
-¡Antonio! –repitió y, en esta ocasión, le zarandeó el antebrazo para obligarle a mirarla.
Sólo entonces, Antonio dirigió su vista a la Vichyssoise primero, a Irene, después y murmuró:
-¿Eh? Qué ocurre?
-Antonio, ¿en qué estás pensando? –Insistió Irene.
-En nada en particular… a esta vichyssoise le falta algo…

18 febrero 2012

Deshechos


Como tantas otras noches, Miguel saca a pasear al perro. Al tomar el ascensor, un inconfundible hedor a basura le golpea. En el suelo hay restos orgánicos y pequeños charcos de un líquido blanco que parece leche. Toma a Matt en brazos y pulsa el botón de planta baja. El recorrido se le hace eterno en ese ambiente viciado. Matt se remueve inquieto. No le gusta que le cojan en brazos.
La cabina se detiene en la planta cuarta. Se abren las puertas. Una mujer nerviosa y colorada arruga al instante la nariz y exclama: “¡Uy!” Miguel hace un comentario sobre los desechos que cubren el suelo, exculpándose al instante de los efluvios que la inundan. Ella asiente y ríe. Su risa es como un gas nervioso, desacompasada, insistente. Se mete por las rendijas del cuerpo y no te deja pensar.
Matt ladra. Difícil saber si le molesta más el perfume denso de la mujer o el desagradable olor que les acompaña. Quizá sea la combinación de ambos o la risa nerviosa de la mujer colorada que a veces se interrumpe para dejar paso a una muletilla insistente, “¡Ay! ¡A ver si llegamos enteros abajo!” Y de nuevo ríe. Y luego vuelve otra vez a la muletilla…
Por suerte, aunque pudo parecerlo durante unos segundos, la eternidad de esos instantes no dura para siempre. El ascensor llega a la planta baja, las puertas se abren y Matt salta de los brazos y corre hacia la calle. Miguel le sigue. Pasean hasta la avenida peatonal donde un músico ambulante adorna, con las notas tristes de su acordeón, los ladridos de Matt que se acerca a olisquear las escasas monedas que contiene el sombrero del músico. Miguel tira de la correa. Matt protesta con un ladrido lastimero.
A lo lejos, la vecina colorada se aleja con pasos cortos y rápidos, balanceando todo el cuerpo. Matt se entretiene en cada esquina, marca árboles, examina hocicos y genitales de otros canes que se cruzan en su deambular sereno.
Mientras la noche cae, Matt explora el mundo y Miguel se despoja de lo accesorio, recuperando su esencia en cada paso antes de regresar al cajón que les devolverá cable arriba, al confort del hogar.

12 febrero 2012

Divergencias


Jaime es especialista en laringología y duerme profundamente. Le gusta dormir solo y expandirse por toda la cama.
Carlos sufre de insomnio y le gusta compartir colchón. Le molesta que Mercedes no quiera quedarse a dormir con él, con la excusa de que ronca.
Mercedes se acuesta sola, aunque fantasea con hacerse un hueco en la cama de Jaime, quien a veces se despierta sobresaltado, soñando que comparte edredón y que aparece otro cepillo de dientes en su lavabo. Las noches en que eso ocurre, se levanta a oscuras y, medio dormido, hace recuento de los cepillos de dientes. Luego vuelve a su cuarto y se acuesta de nuevo satisfecho.
Carlos da vueltas y más vueltas en la cama. No consigue pegar ojo y se pregunta ¿cómo es posible roncar si ni siquiera puede dormir?
Un día de estos irá al laringólogo.

07 febrero 2012

Tal vez mañana


Madrugada de tormenta en la ciudad. Daniel bosteza. Se sienta en la cama. Se pone las zapatillas y las arrastra hasta el baño. Abre el grifo de la ducha y deja correr el agua hasta que sale humeante. Mientras tanto, lava sus dientes con desgana y observa los surcos de sus ojeras en el espejo. Acto seguido, se enjuaga la boca y escupe las palabras acumuladas en soledad que, camufladas con la espuma, hacen un remolino y se pierden por el desagüe.
Se oye un trueno a lo lejos. Apoya ambas manos sobre la pica y se mira de frente. Otra madrugada de invierno se ha hecho hueco entre las decepciones que atesora sobre sus hombros. Ya en la ducha, dirige la presión del agua a la parte superior de su espalda; trata de deshacer con calor, el rosario de contratiempos que clava sus cuentas entre sus escápulas, pero apenas le reconforta.
Al salir de la ducha, el espejo húmedo le devuelve un yo desenfocado con el que se identifica. Por un momento, imagina otro rostro acompañándole tras la bruma y recobra algo de fuerza para enfrentarse al mundo. Con el albornoz atado a la cintura se dirige al comedor. El cielo plomizo salpica con lágrimas la cara externa de los cristales, disimulando el vaho de tristeza que los tiñe por dentro. Con una de las mangas afelpadas abre un hueco en la superficie del cristal y se asoma. A través de los restos de humedad, la realidad aparece desafinada. “No hay realidades limpias” piensa para sí. Y siente un tímido deseo de abrirse de nuevo al mundo. Entonces un relámpago impacta en sus retinas, siente un escalofrío y piensa: “tal vez mañana”.

04 febrero 2012

El sinsentido del olfato


Elena tiene poca memoria para los rostros. Sin embargo, tiene un olfato prodigioso y jamás olvida los olores. A menudo le gustaría poder hacer como los animales, cerrar los ojos y acercarse al cuello de los demás para hacer un chequeo olfativo y registrar cada detalle en su memoria.
No puede viajar en metro, odia los ascensores y los sitios cargados de humo. Y, como es de esperar, se enamora por la nariz.
Suele proponer un cine en sus primeras citas. De ese modo, puede cerrar los ojos y abstraerse por completo, mientras su pituitaria trabaja sin despertar excesivos recelos. A veces, alguna de sus citas la ha pillado in franganti con los ojos cerrados y abriendo las aletas de la nariz. 
A los cinco minutos de proyección, suele tener claro si dará una oportunidad a su cita o si fingirá un sms urgente, recibido en silencio, para salir corriendo hacia otros aires más afines. Pero en esta ocasión, Damián, su acompañante, ha pasado el test olfativo y se imagina pasando a la siguiente e inevitable fase de conversación anodina, liderada por las hormonas. Sin embargo, vuelve a casa sola.
En el asiento posterior del taxi, saborea el registro olfativo de Damián y piensa: “Lástima que recibiera un sms urgente durante la proyección y haya tenido que irse.”


31 enero 2012

La hojarasca


El otoño tardío había desnudado los árboles. Arrastraba sus pies bajo el manto de hojas muertas, añorando la primavera olvidada en algún rincón de su vida.
A cada paso, una queja, un adiós decrépito.
La brisa del norte clavaba mil agujas en su rostro exhausto, congelando el curso de sus lágrimas vírgenes.
Era tal vez, una tarde de otoño. Y era, quizá él, quien lloraba en silencio por alguien que apenas ya recordaba. Recordaba, eso sí, las hojas caídas; el ruido de sus pasos cansados; la escarcha en su corazón; Y el golpe de aire seco que levantó un murmullo en el suelo, convirtió su mirada en hielo y despeinó sus cabellos de invierno, desprendiendo el último recuerdo que de ella le quedaba.
Así fue como el viento se la arrancó de la memoria y la enterró en la hojarasca.
Desde entonces, mira siempre hacia el suelo y escucha atentamente el murmullo de las hojas por si escucha de nuevo su voz o ve sus manos revolviendo entre la hojas.

29 enero 2012

Con estilo


Las aglomeraciones son un arma de doble filo para Pablo. A veces, le proporcionan una idea sobre la que escribir, un hilo conductor del que luego tira hasta desmadejar un relato. Pero la gente, más temprano que tarde, acaba por incomodarle. Y, cuando ese momento llega, sólo desea que callen, que paren de moverse o lo que sea que estén haciendo que le distrae; le entran ganas de coger ese hilo argumental recién descubierto y enroscárselo alrededor del cuello con fuerza; no tanta como para ahorcarlos; sólo lo imprescindible para que callen un rato y él pueda finalizar ese párrafo que tiene en la punta de su pluma y que… ¡vaya! un bache en el pavimento hace botar el vehículo en el que se ha instalado a escribir y se le ha emborronado un renglón.
“Sólo a mí se me ocurre escribir sentado en un puñetero autobús.” Piensa. Luego mira de reojo al tipo que se ha sentado a su lado y que también observa por el rabillo del ojo su libreta para ver si pilla algo de lo que escribe.
Pablo analiza al recién llegado que mueve la pierna como si tuviera el baile de San Vito. Entonces, se pregunta quién será ese santo y por qué tiene un baile propio… Si tuviera wifi buscaría en San Google, pero su libreta de cuadros no tiene conexión y no puede acceder a la Wikipedia. Echa de menos tener una tableta… de las electrónicas, que de las de chocolate ya se zampa un par a la semana. Cree que es así como se consiguen los abdominales de tableta. Pero por más que se mira la barriga, lo único que ve aumentar son sus michelines.
María, su novia, está deprimida; no para de decirle que se quiere ir de España, que aquí la cosa está fatal. Dice que en Twitter ha oído hablar de otro planeta recién descubierto que es habitable y donde es posible que no haya llegado la crisis todavía… Pero Pablo sabe que ese nuevo mundo está a miles de años luz y mientras el AVE no circule por algún agujero negro, tendrán que quedarse aquí a pasarlo de ese mismo color.
Pablo intenta distraerse del tono oscuro que tiñe su realidad e impregna sus pensamientos perdido en su planeta de cuadros con espiral, a lomos de su estilográfica, desde la que navega siempre a la misma velocidad y evita distraerse con Twitter. A veces, se pregunta si alguien es capaz de leer los twitts de mil seguidores… él apenas da abasto con sus cincuenta… así que no le extraña que María oiga voces al finalizar el día… son demasiadas horas inmersa en la pantallita del móvil… pendiente de miles de mensajes diminutos… pobre María.
Intenta tranquilizarse diciéndose que el mundo es así; evoluciona… Y entonces se pregunta porqué todo cambia excepto el primate que está sentado a su lado y que sigue moviendo compulsivamente la pierna… y que le está poniendo de los nervios. Pero no es de buena educación decirle a alguien que no se conoce de nada que se esté quieto, por mucho que eso te impida concentrarte…
Me llamo Pablo. Soy escritor. A veces, salgo de casa a buscar historias y la que hoy encontré, me ha traído a comisaría.
Frente a mí, un agente rellena un impreso a máquina… ¡y yo que me sentía del siglo pasado con mi libretita! Aquí, en este organismo público, parece que no tienen presupuesto para comprar un ordenador o quizá lo que no tienen es paciencia para enseñar informática al agente que, ayudado únicamente por sus dedos índice, golpea el teclado de una Underwood que impacta sobre una cinta llena de tinta, marcando caracteres sobre el impreso que luego me hará firmar con un bolígrafo BIC, uno de esos de plástico transparente que detesto. Yo le pediría que me dejase firmar el impreso con mi Montblanc, que me sale mejor letra… pero entonces recuerdo que ya no está en mi poder, que por eso estoy en comisaría; que se la llevó el tipejo que tenía sentado a mi lado en el autobús y me he quedado sin ella. ¡Menuda cara! Todo el numerito de la pierna seguro que fue una estrategia para conseguir su objetivo. Y es que yo me pongo muy nervioso cuando me hacen temblequear el asiento y como no me atrevía a pedirle que parase… porque ¡a ver! ¿con qué derecho le pide uno a un desconocido que deje de tamborilear la pierna? Pero está claro que tampoco es sano reprimirse… luego pasa lo que pasa… uno se va calentando y, al final, no pude más, perdí los estribos y le clavé la pluma en el muslo. Y ¡vaya si surtió efecto…! dejó la pierna quieta en el acto…
Lo malo es que yo estoy aquí, en comisaria, prestando declaración y él, con mi Montblanc en urgencias.

13 enero 2012

Cuestión de enfoque


Araceli trataba de examinar la etiqueta de un bote de tomate triturado. “Cada vez ponen la letra más pequeña,” Pensó. Pero no buscó las gafas de leer que llevaba en algún rincón del bolso, aunque la jovencita de la óptica insistía en que debía ponérselas. “¿Qué sabrá ella lo que es vista cansada? El problema es de las etiquetas. Además, ¡es una cría! No sé ni cómo le dejan trabajar con lo joven que es.”
Últimamente le ocurría a menudo. Su médico de cabecera también tenía cara de niño, “¿qué podía saber él de medicina o sobre lo que tenía que comer y cuándo? Ya soy mayorcita para saber lo me conviene y no voy a permitir que un niñato me prohíba mis cuatro caprichos,” Se decía.
Arrastró sus pensamientos y el cestito con ruedas hasta el pasillo de los lácteos. Una nevera interminable acumulaba estanterías repletas de variantes de yogur: con azúcar, de soja, con envase de cristal, con edulcorantes, 0% de materia grasa, de sabores, con trocitos, biológicos, sin lactosa… Sintió vértigo.
-Yo sólo quiero un yogur normal, como los de siempre –murmuró.
-¿Araceli? –dijo una voz de hombre a sus espaldas.
Se giró. Había pasado una eternidad desde la última vez que se vieron, pero el corazón le dio un vuelco.
-¡Dios mío! ¡Araceli! ¡Qué alegría verte! Estás tan guapa como siempre.
-Está claro que, además de pelo, has perdido vista –respondió ella con una sonrisa maliciosa.
Él le rió la gracia y añadió:
-Cómo echaba de menos tus pullas.
-Seguro que no tanto como yo tus ronquidos –agregó ella.
Se estudiaron unos instantes en silencio, saboreando un lejano pasado en común que, gracias al tamiz del tiempo, les pareció más amable. Finalmente, Araceli rompió a hablar para evitar que se le humedecieran los ojos.
-¡Anda! Ayúdame a buscar unos yogures.
Él la tomó por el brazo y le pregunto:
-¿Los sigues tomando naturales y sin azúcar?
Araceli respondió:
-Pero ¿cómo puedes acordarte de eso? Creí que a estas alturas ya no podrías recordar ni tu nombre.
-Y yo, que moriría sin haber ligado en un supermercado y ya ves –añadió guiñándole un ojo.
Araceli se apretó contra su brazo y suavizando la voz agregó:
-Mejor que no te hagas muchas ilusiones, Don Juan. Hace mucho tiempo que no me gustan los hombres de mi edad.
-Apuesto a que se te olvida con un par de copas de vino –susurró instantes antes de iniciar un forcejeo con un pack de yogures, tratando de descifrar la etiqueta. 
Al verle arrugar los ojos y estirar los brazos, Araceli rebuscó en su bolso y, por primera vez, se puso las gafas de leer. En ese momento, los diminutos caracteres negros dejaron de oponer resistencia. Mas al ver los variados y desconocidos ingredientes que acompañaban aquel postre lácteo, miró a su acompañante a través de los cristales y murmuró:

-Ahora entiendo porqué nunca te gustó el yogur…
Al verlo tan de cerca y con las arruguitas magnificadas por el efecto lupa de los anteojos, le pareció más frágil que antaño y, por un momento, sintió algo parecido a la ternura.
-Será mejor que vayas a por una botella de vino antes de que me arrepienta, –
susurró, se quitó las gafas y las depositó en el lineal sobre un pack de yogures.

24 diciembre 2011

Distorsiones


A Ramón nunca le había tocado la lotería de Navidad; el único premio que había recibido en su vida era una nariz ganchuda, salida del bombo de su madre y del de la lotería genética.
Se miró al espejo, ahí estaba ostentosa, precediéndole ante el mundo, restándole siempre protagonismo; un excedente de milímetros que de haber sido corredor hubiera supuesto una ventaja competitiva, favoreciendo la aerodinámica de su rostro y anticipando su llegada a meta. Pero su único objetivo en este momento era llegar a Reyes con el ánimo intacto y sin dejarse impregnar en exceso por el espíritu “naviñoño” que este año se le antojaba de un dulce superlativo y le estaba tocando el apéndice nasal.
Seguía contemplando su imagen cuando, de repente, sintió un fuerte picor en la nariz y, acto seguido, la fuerza de un estornudo desplazaba violentamente su rostro hacia adelante, haciéndole impactar contra el espejo.
Horas después, en el servicio de urgencias, un médico con expresión apesadumbrada le comunicaba que tenía roto el tabique nasal. Ramón, sin pensarlo dos veces, se le colgaba del cuello y con lágrimas en los ojos repetía:
-¡Gracias doctor, muchísimas gracias! ¡Soy feliz!
“Será la Navidad” reflexionó para sí el doctor, quien sin entender demasiado, trataba en vano de desprenderse de aquel abrazo espontáneo cuyo origen atribuyó al espectro navideño que se le antojó más pringoso de lo habitual.
¡Felices Fiestas a todos! (con unas gotitas de limón)

16 diciembre 2011

Entre líneas


Germán escribe. Está cansado. Ya no ve el teclado. Pero sigue escribiendo. En el periódico le han dicho que sus lectores aprecian sus artículos por todo aquello que se calla, por lo que puede intuirse en los espacios que habitan entre palabra y palabra. Pero él, por más que mira y relee sus textos, es incapaz de ver más allá.
Poco a poco, día tras día, aumenta el espacio entre vocablos y la distancia entre renglones. No pasa mucho tiempo hasta que deja de escribir, eliminando de sus artículos esos molestos caracteres negros que interfieren en la lectura.
-Ahora mis lectores pueden leer entre líneas a sus anchas –argumenta ante su editor el día en que le presenta una hoja en blanco.
Lo han despedido.

10 diciembre 2011

Desatinos


Puede que fuera cosa del destino que Marieta fuera a parar a la cafetería donde Ernesto leía plácidamente una novela. Irrumpió en el local hablando a voz en grito por el móvil y arrastrando, con la otra mano, al fruto de sus entrañas cargado con una abultada mochila llena de libros, que debía contribuir a hacer de él un hombre de provecho, pero tan solo había conseguido provocarle una desviación de columna.

Para Ernesto aquella aparición fue un desatino. Aficionado al café, gustaba del placer de la lectura en su cafetería habitual; un lugar de luz cálida, cómodas butacas, gente discreta y música suave. Pero tras la irrupción de Marieta y su criatura, había sido incapaz de pasar página, se distraía en cada coma y perdía el hilo en cada punto y aparte.

Marieta pidió un agua para ella y un zumo envasado para su retoño; de haberse molestado en leer la etiqueta, habría visto que apenas contenía un 4% de zumo de frutas. El chiquillo, que además se ser hijo de aquella mujer, lo era de su tiempo y de una alimentación industrial rica en toxinas y azúcares, padecía un trastorno de hiperactividad con el que torturaba a todo el que tenía a su alcance, excepto a su madre, que se mostraba inmune a su falta de educación y parecía haberse vuelto sorda a los agudos grititos que emitía desde cualquier ángulo de local, reclamando su esquiva atención:

-¡Mamá, mamá, mira! ¡Mira lo que hago, mamá! ¡Mamá…!

Mamá, en vez de mirarle o de levantarse, de cogerlo por una oreja y obligarle a estar sentado un rato o de pegar un grito ella misma y poner fin a la algarabía, parloteaba por el móvil ajena en cuerpo y alma a las correrías del fruto de su vientre, que estuvo a punto de hacerse compota tras tropezar con el pie de Ernesto y abrirse la cabeza.

Ante el cambio de ritmo en los gritos proferidos por el chico, la madre levantó la vista, cortó en seco la conversación y se apresuró a socorrer a su niño llevándoselo entre aspavientos y alaridos al hospital, a que le curasen la brecha abierta en su cabeza, que había dejado un charquito burdeos en el suelo.

Ernesto respiró aliviado, volvió a meter el pie bajo la mesa y, mientras se arrellanaba en su butaca preferida, pensó "hasta el destino necesita de vez en cuando que le echen un cable".

02 diciembre 2011

Traiciones

“Creo que Carlos me engaña.” Dijo Carla y apuró su café. Por un momento pensé confesarle que sí, Carlos la engañaba y era el responsable de mi reciente sonrisa. Pero, escudada tras las gafas de sol, opté por encender un cigarrillo y seguí con la mirada perdida en los transeúntes. A fin de cuentas, Carla me traicionó primero.


(Relato seleccionado para ser publicado en el libro "Bocados Sabrosos" en el "I Concurso de Microrrelatos ACEN")

11 noviembre 2011

Pócimas


Claudia se marchó de casa en ayunas tras haber rechazado la “Mousse de humo con tuétano de bacalao”  que Basilio había creado especialmente para ella.
El día en que se conocieron, Cupido debía estar de vacaciones. Aquella unión imposible parecía obra de Lucifer: Basilio, un virtuoso de los fogones y Claudia, una aspirante a actriz que aseguraba engordar con tan sólo oler los vapores que salían de la cocina de su novio.
Durante los primeros meses de su relación, el amor pudo con todo. Y aunque desde el primer día, Claudia se obsesionó con el elevado número de calorías suspendidas en el aire del apartamento, creía que la incesante actividad física, consecuencia de su reciente enamoramiento, compensaba las calorías olidas de más.
Para Basilio, la inapetencia de Claudia fue un reto para el que se propuso hallar remedio. Amante como era de la cocina tradicional, preparaba suntuosos cocidos, fabadas y cochinillos. Pero Claudia se negaba sistemáticamente a probar sus platos. Alguna vez, le hizo creer que había ganado la batalla; la comida desaparecía del plato y Basilio se alegraba, hasta que días después encontraba trocitos de tocino semienterrados en las plantas, a las que ese ingrediente extra en la tierra parecía aportar un brillo inusitado en sus hojas.
Pero en lo referente a la gastronomía, Basilio era de naturaleza perseverante. Aunque no tenía claro si su obstinación nacía de un instinto protector hacia Claudia o de la fuerte necesidad de su ego por conseguir el reconocimiento de su amada.
Investigó, se apuntó a cursos de cocina creativa, hizo prácticas gratuitas en los fogones más vanguardistas de su ciudad. En su despensa, las legumbres y la manteca de cerdo dejaron paso a gelatinas, cloruros y carragenatos. Las horas hasta entonces compartidas, en el lecho conyugal, pasaron a ser un grato recuerdo al que aferrarse mientras experimentaba día y noche con goma xantana y cloruro cálcico en busca de la receta perfecta para Claudia.
Primero llegó el “Granizado de tomate ahumado sin tomate”. Claudia lo rechazó tras un sorbito esquivo, agregando que el tomate le producía acidez de estómago y no se lo podía permitir, que tenía un “casting”.
Días después llegó la “Espuma de agua de mar a las finas hierbas”. “Soy alérgica al marisco” dijo ella con un mohín de disgusto y añadió: “No pienso probar ningún líquido en el que se hayan bañado esos insectos acuáticos, aunque lo disfraces con plantitas aromáticas. ¡Puaj!”
Aunque Claudia tenía razones para estar contenta, pues acaban de contratarla como protagonista en una obra pequeñita, estaba convencida de que su novio ya no la quería. Había dejado de hacerle el amor y pasaba las noches entre probetas en la cocina, como si buscase algún veneno perfecto para acabar con ella.
Basilio volvió a intentar impresionarla con un “Deshielo de cola light al horno” que según Claudia había perdido toda la gracia porque le faltaban las burbujitas.
Sentado frente a la “Mousse de humo con tuétano de bacalao” que Claudia acababa de rechazar y tras hacer repaso de todos sus fracasos, Basilio concluyó que a su relación también le faltaban las burbujitas y no entendía porqué. ¡Con lo mucho que lo había intentado!
Junto a la mousse halló una nota manuscrita en un pedazo de cartón:
“Querido Basilio,
Me enamoré de ti porque tus besos eran los más dulces, pero has deconstruido nuestra relación con tus ausencias. Ahora sólo tengo tu indiferencia y la soledad de mis noches. Yo no sé vivir así. Deseo que encuentres a esa mujer de paladar exquisito que sepa valorar tus creaciones. Yo sólo ambicionaba tu cariño.
¡Hasta siempre!
Claudia”
Basilio giró el cartoncito. Le había escrito en ¡una caja de Donuts! Se levantó de un saltó y se encerró de nuevo en la cocina.
Claudia se dirigía al teatro, como cada tarde. Se sentía pesada. Como ya era habitual, había estado lloriqueando y comiendo madalenas con trocitos de chocolate y helados, tratando de llenar el vacío que sentía. Pero esa breve satisfacción oral no hacía más que incrementar su desasosiego, por lo que volvía a comer.
Lo último que deseaba en ese momento, era encontrar a Basilio en la puerta del teatro con una cajita en la mano. Y sólo de imaginar que la caja pudiera contener alguna de sus ofrendas humeantes, se le torció el rictus.
Pero Basilio no se amilanó, se acercó a ella y le dijo: “Claudia, ¡te quiero!  ¡Te ruego que me perdones! ¡Juro que no volverás a dormir sola y que no te obligaré a comer! Acepta este pequeño obsequio como una ofrenda de paz.” Y acto seguido añadió: “No tienes que probarlo si no quieres…”
“Nunca lo hago.” Pensó Claudia para sí, pero como su amor hacia él era todavía superior a su mala leche, se tragó sus palabras, incrementando así su empacho.
Basilio prosiguió: “Los he llamado ‘Besos de chocolate para Claudia’”. 
Aquel nombre consiguió despertar la curiosidad de Claudia que no tardó en aceptar el paquetito y mirar en su interior.  En ese momento, se le activaron simultáneamente las glándulas lacrimales y las salivares. La caja contenía un simple surtido de trufas y bombones, colocaditos en filas alternas, o eso parecía…
“Sólo llevan chocolate, mantequilla y azúcar.” Se apresuró a aclarar Basilio antes de que a su novia le diera por imaginarse un relleno de “aire del desierto” o de “espuma de cielo de tormenta”. Aunque bien pensado no habría sido mala idea… Ya estaba de nuevo en las nubes, imaginándose ganador de la receta de bombones más suculenta e ingeniosa del año cuando, sin previo aviso, recibió el más delicioso beso con sabor a chocolate del mundo.
Por primera vez en muchos meses, se sintió feliz.
Ya tendría ocasión de explicarle en otro momento, que los iba a mejorar para presentarlos a concurso…

29 octubre 2011

Entre flujos y fluidos


Robert se asomó a la ventana. Hacía poco que acababa de levantarse. La madrugada impactó en sus ojos y el monóxido de carbono en sus pulmones. Su último sueño aún se paseaba por su mente y nublaba su humor; de haber tenido una obligación, lo habría sacado de su cabeza a golpe de tostada y sobredosis de café. Pero la perspectiva de otro día ocioso, le encogía el estómago. Tenía el rostro algo hinchado y el cabello agrupado en mechones que, de modo anárquico, apuntaban en todas direcciones. El piloto rojo de su Blackberry parpadeaba. No hizo caso. Puso la tele.

Una locutora masticaba un cóctel de noticias ácido y amargo, endulzado apenas por el anuncio de una leve subida de las temperaturas. Si bien, aquí, lo bueno sería que bajasen; el verano había pasado el testigo a un otoño raquítico al que se le daba bien pasar desapercibido. ¿Qué había sido de las lluvias torrenciales de otoño? ¿Y de las hojas caídas? Lo que sí caía en picado era la economía y su moral.

Preparó una cafetera y la puso al fuego. A los pocos minutos, se sirvió un líquido negro y aromático con la esperanza de recobrar la lucidez mental. Abrió un armario. Vacío. Se había quedado sin tostadas, sin galletas, sin familia, sin trabajo… tenía que encontrar un empleo ¡ya! o el banco vendría a ocupar su piso y a quedarse con sus corbatas, sus cuchillas de afeitar y sus cucarachas. Resto en Libro de Notas

19 junio 2011

Caso Cerrado

Jaime tomó el recibo del parking y condujo su BMW hasta la calle, acompañado únicamente por el perfume de Laura enroscado en su cuello.

Laura se demoraba en la habitación del hotel que acababan de compartir, tratando de eliminar en su cuerpo las huellas de aquella explosión hormonal que, como una mala gaseosa, había tardado escasos minutos en desbravarse. 

Con la toga puesta y visto desde el banquillo de los acusados, Jaime parecía más atractivo.

Tras varios meses y recursos, la sentencia había sido favorable. Se sentía aliviada. “No era un mal abogado, después de todo.” Se dijo.

Suspiró. Se atusó el pelo y salió de la habitación.

Jaime llegó al despacho minutos después y colocó el expediente de Laura en la pila de casos cerrados. Dando también por concluido su pacto semanal de encuentros furtivos que nunca sobrepasarían los límites de las sábanas ni del secreto profesional. 

10 junio 2011

Ángel Negro


Una barra de hierro impactó contra su cabeza. Intentó defenderse, pero la sangre que manaba a borbotones de la brecha abierta sobre su ceja, espesaba su mirada y ralentizaba sus movimientos. Se dobló sobre sí mismo. Sintió un nuevo golpe que hizo crujir sus costillas. Y cayó sobre un charco de color burdeos que ya comenzaba a espesarse por los bordes.

Los pasos de su atacante se alejaron con prisa. Una sirena se aproximaba. Perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, tenía puesta una máscara de oxígeno y un paramédico repetía su nombre con insistencia. Sintió ganas de vomitar, pero no pudo. El sonido insistente de la sirena acompañaba los vaivenes del vehículo. Sus ojos volvieron a cerrarse.
En ese instante, en la otra punta de la ciudad, sonaba un teléfono.
Gabriela cierra la ventana antes de descolgar para no oír la sirena de ambulancia que se cuela en su comedor camino del hospital cercano. Ya es la quinta en lo que va de noche. Y Carlos que se retrasa. Tendré que cenar sola otra vez.
Gabriela camina despacio. Tiene las piernas hinchadas y dolor en la espalda. Lleva años esperando un riñón que no llega. Contesta. “¿Diga?” Es su médico, quiere verla mañana. “Sí doctor. Perfecto. Mañana a las ocho.”
“¿Dónde estará Carlos?” Se pregunta. “Tendré que ir sola al hospital.”
Carlos se mete entre las sábanas poco antes de la madrugada. Se le acerca sigiloso por la espalda. Le besa la nuca. Gabriela se gira. “Parece que hay buenas noticias. Mañana he de ir al hospital a primera hora.” Le explica entre susurros. “Puede que haya un donante.”
Carlos murmura un “te quiero” y repasa el contorno de sus labios con el índice derecho, como si con ese gesto de ternura pudiera borrar el recuerdo de los golpes asestados esa noche y tantas otras, en su particular búsqueda del Santo Grial con forma de legumbre, que podrá por fin liberar a Gabriela. 

28 mayo 2011

REINCIDENTES

Diez años y dos maridos después coincidí con él a las puertas del juzgado. Tenía menos pelo y una mirada que seguía encendiendo hogueras.

“Te hacía trabajando para la Comisión Europea”, dijo, mientras se asía con fuerza de mi brazo y me besaba en la comisura de los labios. “He vuelto hace poco.” Respondí. Y sin intentar soltarme, salimos juntos a la calle dejando atrás pleitos, apelaciones y veredictos.

Empezamos la tarde compartiendo los últimos años frente a unas copas de vino y un menú que apenas probamos. Y la acabamos enredados nuestros cuerpos y mirándonos ensimismados.

Constaté entonces, tras haberla buscado por medio mundo, que la clave de la felicidad seguía residiendo en sus ojos.


(Publicado en el III Concurso de Microrrelatos sobre Abogados Marzo 2011)


CAMBIO DE GUARDIA

1º premio del lº Certamen Internacional de ‘microrrelatos’ La Gangsterera (2011)

Detuve mi vehículo frente a la casa y apagué las luces. Me esperaba otra larga noche por delante. Tenía la cámara y el micrófono unidireccional preparados, y un arma en la guantera, por si acaso.

Días atrás, una atractiva mujer se había personado en mi oficina sin avisar y, mientras me hacía entrega de un sobre cerrado, comentó: ”quiero pillar a mi marido con las manos en la masa corporal de alguna de sus amiguitas.” Dentro del sobre: fotos, direcciones habituales y ciertas rutinas. Entonces añadió: “No le pierda de vista. En especial, cuando parezca seguir la rutina.”

El eco de sus palabras se perdió en la moqueta que forraba las paredes y que supongo debí sustituir hace mucho por una buena mano de pintura. Pero me resisto a perder esa seña de identidad que a veces sobrecoge a mis clientes y les predispone a pagar y largarse cuanto antes.

Los días de aquel hombre transcurrían tal y como mi clienta había anticipado. Cumplía escrupulosamente con las rutinas y horarios previstos como si sus pies fueran conducidos por un riel invisible.

Empecé a investigar sus noches. No me sorprendió comprobar que eran tan reiterativas como sus días. Incluso las salidas nocturnas de mi clienta se integraban perfectamente en las rutinas de su cónyuge. Todas las noches desaparecía al poco de llegar él, como si se hubieran repartido el uso de aquel domicilio por franjas horarias. Algo no encajaba. En la agenda de aquel hombre no había lugar para la improvisación ni para las infidelidades.

Una noche, decidí romper las pautas y vigilar a mi clienta. Puse un GPS y un micro en su coche. La seguí. Condujo hasta la ciudad y se detuvo en una calle céntrica. Fue entonces cuando vi a mi mujer entrar en su coche y fundirse ambas en un profundo abrazo mientras mi clienta le susurraba: “Tranquila, mi amor. Mi marido no va a moverse de casa esta noche. Y el tuyo sigue allí, vigilándolo.”

Creo que fue entonces cuando abrí la guantera.