27 febrero 2012

Ingrediente ausente


Antonio se llevó una cucharada de vichyssoise a la boca. Irene, su acompañante, una rubia con la piel cobriza y arrugada, mareaba las hojas de su ensalada de un lado al otro del plato y le miraba de soslayo. Pero él seguía con la mirada perdida en algún punto del local.
Irene trató de captar su atención y dijo:
-Antonio, ¿en qué estás pens…?
Pero antes de que pudiera terminar la frase, un zapato irrumpía en la vichyssoise de Antonio, salpicándole la camisa.
-¡No me lo puedo creer! –expresó éste en voz alta.
Irene emitió entonces un gritito y saltó a su vez de la silla. Ambos miraron hacia el fondo del restaurante, de donde suponían había venido volando el proyectil y donde, desde hacía bastante rato, se escuchaba discutir a una pareja. La mujer acababa de quitarse el otro zapato y amenazaba con golpear con el tacón afilado a su pareja, que trataba de inmovilizarla.
- Te lo vas a tragar igual que yo he tenido que tragarme a tu amiguita ¡cerdo! –gritó enfurecida.
El camarero hizo ademán de acercarse a ellos, pero la mujer comenzó a insultarlo también a él e intentó agredirle con la mano que aún tenía libre, por lo que optó por hablarle a distancia:
-Señora, tranquilícese, por favor. O tendré que llamar a la policía.
-Isabel, por tu padre, que estás dando el espectáculo. Estate quieta o vamos a tener que atarte a una silla, –agregó su acompañante.
-No me digas como tengo que comportarme ¡tú precisamente! –insistía la tal Isabel fuera de sí.
El restaurante albergaba diez o doce mesas cuyos comensales sin excepción miraban en dirección a la disputa. En una de ellas, un grupo de hombres con traje y corbata se ponían en pie y solicitaban la cuenta.
La mujer, desencajada, prosiguió:
-Como no me sueltes el brazo, juro que te denuncio por maltrato.
Acto seguido, contorsionó el torso tratando de librarse de las manos que la sujetaban. El forcejeo hizo tambalear el reserva que habían estado bebiendo hasta entonces, cayó al suelo haciéndose añicos y salpicó las mesas colindantes con una lluvia burdeos.
Los hombres trajeados solo podían alcanzar la salida pasando junto a la mesa de la discordia, pero no eran partidarios de intervenir en asuntos domésticos y menos de poner en riesgo sus costosos trajes, por lo que decidieron recular y permanecer un rato más sentados a la mesa.
El estruendo de la botella contra el suelo había alertado a los empleados de cocina que asomaban la nariz, justo a tiempo de ver cómo la mesa y el resto de su contenido se volcaba sobre el hombre objeto de la agresión, que aún seguía sujetando por las muñecas a la desquiciada mujer, como único medio de evitar el tacón que amenazaba con abrirse camino en cualquier lugar de su anatomía.
-¡Que alguien me ayude a sujetarla! ¡Por dios! –inquirió al fin, pero nadie acudió en su auxilio.
-Yo creo que lo mejor es llamar a la policía, –adujo el camarero desde una distancia prudencial.
-¡Ya puedes ir despidiéndote de todo lo que tienes! ¡Te voy a dejar más pelado de lo que estabas cuando te casaste conmigo…! –Bramaba ella.
Una pareja de jubilados extranjeros se miraba entre sí incapaces de articular palabra, como si aquella exaltación les estuviera agrediendo en lo más íntimo. 
Por el contrario, Antonio e Irene, conscientes de que no iban a conseguir otra vichyssoise para cenar en un tiempo razonable, habían decidido reírse de la situación. Él se había puesto de rodillas y, con el zapato en la mano, fingía ser un príncipe en busca de su cenicienta. Irene que al principio celebró encantada la ocurrencia, no tardó en molestarse de forma ostensible al ver que su pie no encajaba en el diminuto zapato que le ofrecía su pretendiente.

Antonio, por el contrario, lejos de amilanarse por ese ligero contratiempo, siguió interpretando su papel de mesa en mesa, arrodillándose una tras otra, ante todas las féminas del restaurante.
Irene estaba contrariada, tenía hambre y se estaba poniendo celosa por momentos, elementos que por separado habría controlado sin problemas, pero que, combinados, la habían convertido en una bomba de relojería dispuesta a cualquier cosa por recuperar su cuota de protagonismo. Entonces, decidió poner fin al entuerto del único modo en que creía iba a ser posible: de mujer a mujer y con las mismas armas. Se descalzó, tomó un stiletto en cada mano y corrió hacia la mesa donde aún se disputaba la batalla campal.
Isabel se quedó helada al ver a Irene aproximarse hacia ella empuñando ambos zapatos y trató de esquivarla pero, como quiera que su pareja la tenía inmovilizada por los brazos, fue un blanco fácil para Irene quien le clavó uno de sus afiladísimos tacones en el antebrazo. Isabel profirió un grito desgarrador que pasó desapercibido, pues el resto de comensales se había acostumbrado ya a sus alaridos y había dirigido su foco de atención a los juegos de seducción de Antonio.
Tan solo el marido de Isabel se estremeció al ver otro tacón de aguja hundiéndose en la carne de su mujer. Sólo entonces tuvo a bien soltarla. Acto seguido, miró en dirección a Irene a tiempo de percibir otro zapato acercándose a su rostro y un dolor agudo en el ojo derecho.
Las dos mujeres se habían enganchado del pelo y gritaban como posesas tratando de eliminar a golpe de tacón a su oponente. El forcejeo les hizo resbalar y caer al suelo, donde su lucha se volvió un cuerpo a cuerpo salvaje entre cristales y manchas burdeos empapando sus prendas.
Irene reiteraba el nombre de Antonio con insistencia, pero él seguía con la mirada perdida en el infinito.
-¡Antonio! –repitió y, en esta ocasión, le zarandeó el antebrazo para obligarle a mirarla.
Sólo entonces, Antonio dirigió su vista a la Vichyssoise primero, a Irene, después y murmuró:
-¿Eh? Qué ocurre?
-Antonio, ¿en qué estás pensando? –Insistió Irene.
-En nada en particular… a esta vichyssoise le falta algo…

23 febrero 2012

Sentenciados


Gracias a su habilidad untando gobernantes de tres al cuarto, Eleuterio Román había conseguido hacerse con varios terrenos en la Costa del Sol que habían engordado sus cuentas y sus bolsillos.
Pero ese mismo dinero con el que había evitado traiciones y comprado momentos de gran intensidad erótica, había resultado estéril a la hora de sobornar a la magistrada que se hallaba frente a él, a punto de dictar sentencia condenatoria en su contra.
“Tenía que haber sido cineasta o escritor.” Pensó, mientras trataba de imaginar cómo sería el color del cielo a través de los barrotes de una celda.
No escuchó el veredicto que le inculpaba. Perdido en sus divagaciones, hilvanaba la trama de su primer thriller, en el que una jueza incorruptible aparecía muerta en extrañas circunstancias, en los lavabos del juzgado.

18 febrero 2012

Deshechos


Como tantas otras noches, Miguel saca a pasear al perro. Al tomar el ascensor, un inconfundible hedor a basura le golpea. En el suelo hay restos orgánicos y pequeños charcos de un líquido blanco que parece leche. Toma a Matt en brazos y pulsa el botón de planta baja. El recorrido se le hace eterno en ese ambiente viciado. Matt se remueve inquieto. No le gusta que le cojan en brazos.
La cabina se detiene en la planta cuarta. Se abren las puertas. Una mujer nerviosa y colorada arruga al instante la nariz y exclama: “¡Uy!” Miguel hace un comentario sobre los desechos que cubren el suelo, exculpándose al instante de los efluvios que la inundan. Ella asiente y ríe. Su risa es como un gas nervioso, desacompasada, insistente. Se mete por las rendijas del cuerpo y no te deja pensar.
Matt ladra. Difícil saber si le molesta más el perfume denso de la mujer o el desagradable olor que les acompaña. Quizá sea la combinación de ambos o la risa nerviosa de la mujer colorada que a veces se interrumpe para dejar paso a una muletilla insistente, “¡Ay! ¡A ver si llegamos enteros abajo!” Y de nuevo ríe. Y luego vuelve otra vez a la muletilla…
Por suerte, aunque pudo parecerlo durante unos segundos, la eternidad de esos instantes no dura para siempre. El ascensor llega a la planta baja, las puertas se abren y Matt salta de los brazos y corre hacia la calle. Miguel le sigue. Pasean hasta la avenida peatonal donde un músico ambulante adorna, con las notas tristes de su acordeón, los ladridos de Matt que se acerca a olisquear las escasas monedas que contiene el sombrero del músico. Miguel tira de la correa. Matt protesta con un ladrido lastimero.
A lo lejos, la vecina colorada se aleja con pasos cortos y rápidos, balanceando todo el cuerpo. Matt se entretiene en cada esquina, marca árboles, examina hocicos y genitales de otros canes que se cruzan en su deambular sereno.
Mientras la noche cae, Matt explora el mundo y Miguel se despoja de lo accesorio, recuperando su esencia en cada paso antes de regresar al cajón que les devolverá cable arriba, al confort del hogar.

12 febrero 2012

Divergencias


Jaime es especialista en laringología y duerme profundamente. Le gusta dormir solo y expandirse por toda la cama.
Carlos sufre de insomnio y le gusta compartir colchón. Le molesta que Mercedes no quiera quedarse a dormir con él, con la excusa de que ronca.
Mercedes se acuesta sola, aunque fantasea con hacerse un hueco en la cama de Jaime, quien a veces se despierta sobresaltado, soñando que comparte edredón y que aparece otro cepillo de dientes en su lavabo. Las noches en que eso ocurre, se levanta a oscuras y, medio dormido, hace recuento de los cepillos de dientes. Luego vuelve a su cuarto y se acuesta de nuevo satisfecho.
Carlos da vueltas y más vueltas en la cama. No consigue pegar ojo y se pregunta ¿cómo es posible roncar si ni siquiera puede dormir?
Un día de estos irá al laringólogo.

07 febrero 2012

Tal vez mañana


Madrugada de tormenta en la ciudad. Daniel bosteza. Se sienta en la cama. Se pone las zapatillas y las arrastra hasta el baño. Abre el grifo de la ducha y deja correr el agua hasta que sale humeante. Mientras tanto, lava sus dientes con desgana y observa los surcos de sus ojeras en el espejo. Acto seguido, se enjuaga la boca y escupe las palabras acumuladas en soledad que, camufladas con la espuma, hacen un remolino y se pierden por el desagüe.
Se oye un trueno a lo lejos. Apoya ambas manos sobre la pica y se mira de frente. Otra madrugada de invierno se ha hecho hueco entre las decepciones que atesora sobre sus hombros. Ya en la ducha, dirige la presión del agua a la parte superior de su espalda; trata de deshacer con calor, el rosario de contratiempos que clava sus cuentas entre sus escápulas, pero apenas le reconforta.
Al salir de la ducha, el espejo húmedo le devuelve un yo desenfocado con el que se identifica. Por un momento, imagina otro rostro acompañándole tras la bruma y recobra algo de fuerza para enfrentarse al mundo. Con el albornoz atado a la cintura se dirige al comedor. El cielo plomizo salpica con lágrimas la cara externa de los cristales, disimulando el vaho de tristeza que los tiñe por dentro. Con una de las mangas afelpadas abre un hueco en la superficie del cristal y se asoma. A través de los restos de humedad, la realidad aparece desafinada. “No hay realidades limpias” piensa para sí. Y siente un tímido deseo de abrirse de nuevo al mundo. Entonces un relámpago impacta en sus retinas, siente un escalofrío y piensa: “tal vez mañana”.

04 febrero 2012

El sinsentido del olfato


Elena tiene poca memoria para los rostros. Sin embargo, tiene un olfato prodigioso y jamás olvida los olores. A menudo le gustaría poder hacer como los animales, cerrar los ojos y acercarse al cuello de los demás para hacer un chequeo olfativo y registrar cada detalle en su memoria.
No puede viajar en metro, odia los ascensores y los sitios cargados de humo. Y, como es de esperar, se enamora por la nariz.
Suele proponer un cine en sus primeras citas. De ese modo, puede cerrar los ojos y abstraerse por completo, mientras su pituitaria trabaja sin despertar excesivos recelos. A veces, alguna de sus citas la ha pillado in franganti con los ojos cerrados y abriendo las aletas de la nariz. 
A los cinco minutos de proyección, suele tener claro si dará una oportunidad a su cita o si fingirá un sms urgente, recibido en silencio, para salir corriendo hacia otros aires más afines. Pero en esta ocasión, Damián, su acompañante, ha pasado el test olfativo y se imagina pasando a la siguiente e inevitable fase de conversación anodina, liderada por las hormonas. Sin embargo, vuelve a casa sola.
En el asiento posterior del taxi, saborea el registro olfativo de Damián y piensa: “Lástima que recibiera un sms urgente durante la proyección y haya tenido que irse.”