17 diciembre 2006

NAUFRAGIOS



Cada vez que me cruzaba con Alejandro, mi pulso se aceleraba. Por eso, cuando aquella mañana lo vi bajando Rambla Catalunya, sentí que mi corazón iba a salir corriendo tras de él. Pero sé que no lo hizo, aún lo oigo de vez en cuando palpitar en mi pecho, apagado y triste, pero conmigo.

Allí permanecimos inmóviles por unos instantes, mi perturbado músculo y yo, sentados tras la vidriera de una cafetería mientras Alejandro transitaba con el paso ligero, las manos en los bolsillos y una bufanda enroscada en el cuello, ajeno a las pulsiones que generaba muy cerca de allí.

En el libro de sus amores, yo ya era historia. Al menos, eso pensaba yo. Todo lo acontecido entre nosotros se difuminaba entre las nieblas del tiempo y un olvido indolente, cuyo principal causante era una desgana existencial por su parte y volitiva por la mía.

Pasé por su vida de reojo, que era la única forma en que sabía relacionarme con los hombres recientes. La intimidad la reservo para aquellos que sobreviven al terror de mis miedos primigenios, que, en el fondo, no diferían tanto de los suyos. Creo que era eso precisamente, lo que nos ayudaba a sentirnos un poco cómplices. Éramos como náufragos que van a parar a la misma isla pero se esquivan el uno al otro, por evitar el fantasma de un enfrentamiento que pudiera dar al traste con la única posibilidad de relacionarse con otro ser humano.

Así, con esa estrategia de evasión, conseguíamos mantener nuestro amor intacto, a salvo de nosotros mismos, tan probada y tristemente hábiles en la destreza de romper el amor.

Acabé los restos de un café frío y salí a la calle. Por inercia, empecé a caminar en dirección contraria a la que él había tomado, como si al desandar sus pasos pudiera imponerme un olvido, que se había mostrado huidizo y hosco hasta la fecha. Confieso que me recreaba en esos espacios comunes que compartíamos a destiempo, buscando los restos de su presencia reciente en el ambiente.

Por suerte, la realidad y la cordura se me imponían y esos ejercicios delirantes quedaban relegados al rincón de mi alma donde almaceno excentricidades, deseos y desengaños.

Aún no entiendo por qué se acercó a mí; qué oscura voluntad le hizo cruzar el evidente e insultante abismo que siempre se interpuso entre nosotros y que todavía hoy se exhibe como un foso sin puente, infranqueable; transformándolo en una isla amurallada a cuyos pies me hallaba yo, cual cenicienta sin madrina, convertida en estatua de sal por exceso de vanidad.

Lo malo es que era incapaz de retroceder, desandar mis propios pasos y salvarme; en vez de seguir la estela de una isla a la deriva, hundiéndome irremediablemente en la ciénaga de mi propia lástima.

La vida no daba para más en aquellos días. No recuerdo si había sol, tan sólo el frío y la bufanda a cuadros de Alejandro, a pesar de la incipiente primavera.

Yo sobrevivía, como siempre, que es lo que mejor sabía hacer. Y le seguía queriendo, pues por más que me impusiera sus ausencias, no podía dejar de quererle. Mi mundo, forjado al fuego lento de numerosas fatigas, de domingos de encadenada compañía plagada de silencios rancios y de soledades casquivanas, se desdibujaba ante mí. Mirar hacia atrás no tenía sentido, nunca lo había tenido. Pero cuanto más me empeñaba en cerrar a cal y canto los mórbidos recuerdos tras la puerta del olvido, más difícil se me hacía seguir adelante, como si los secretos celosamente guardados para uno mismo, fueran fermentando hasta tirar abajo todas las puertas, aunque sin la fuerza necesaria para escalar sus muros.

Así transcurrían mis días. Me levantaba, escribía, desayunaba, volvía a escribir, lloraba, perseguía su rastro por sus rincones de la ciudad, con la esperanza de incorporarlo de nuevo a mi vida, aún a sabiendas de que aquel tren ya lo había perdido. Al atardecer, regresaba a casa y releía lo escrito. Introducía en el ordenador los embriones de inspiración manuscritos durante el día, deseosos de incorporarse a algún relato.

Algunas veces no comía. Otras, un hambre desproporcionada me obligaba a asaltar la despensa, sin darme tiempo ni a cocinar. Sé que ese hambre, no salía de mi estómago, sino del vacío que empezaba a dividirme en dos y que acabaría por destruir lo poco que quedaba de mí.

Alejandro. Mi numen involuntario e ignorante. La inspiración de mis relatos, de mis días, de mis sueños, hasta de mi vida. Leía mis escritos en busca de un ápice de sí mismo, deseoso de hallar alguna huella que atestiguara su paso por mi vida, que él, desde su distancia, creía tan llena de todo menos de él.

26 noviembre 2006

ODA EN LOOR DEL SR. PRESIDENTE


Al Sr. Presidente no le permitían llevar MP3’s colgadas al cuello, aunque tampoco la necesitaba. Si se concentraba mucho mirando hacia el infinito, podía oír sus propias voces y en ocasiones hasta algún fragmento de canto gregoriano.

Dadas las circunstancias, no era de extrañar que en sus disertaciones, sus palabras aparecieran vacías y su discurso lento, entrecortado. A ver quién es el guapo que puede decir algo coherente sobre economía o terrorismo mientras oye gorgoritos celestiales.

El Sr. Presidente estaba iluminado. De eso no cabía duda. Tan sólo era necesario ver el brillo acuoso de su mirada, para saber que sus pensamientos estaban más próximos a la iluminación del Altísimo que a las arenas movedizas de la clase política del país.

Por las mañanas, en el mismo instante en que sus ojos percibían el primer rayo de luz daba los buenos días al Sol de su vida y camino de la ducha, gorjeaba, como si al aclarar su voz, pudiera ordenar sus pensamientos.

Instantes después, bajo la alcachofa de chorro abundante sintonizaba el canal celestial, esquivando alguna que otra molesta interferencia: “Gloria Independentzia Deo… Estatut in excelsis Deo…” hasta que POR FIN la recepción era clara: Gloria in excelsis Deo. “Gloria, GLORIA…” repetía él, en medio del éxtasis.

Entretanto, su esposa se preguntaba si valía la pena salir corriendo hasta la ducha para aprovechar su momento de euforia e intentaba no hacerse demasiadas preguntas a cerca del por qué su marido gritaba otro nombre en esos momentos de éxtasis autoinducido.

Tras un rápido recuento de las pocas hormonas que aún se le embravecían, abandonaba de un salto el lecho presidencial y correteaba alegre anticipándose a las glorias que suponía le esperaban en el lavabo.

Pero tan sólo un par de gorgoritos y tres glorias después, la educación religiosa del Sr. Presidente, aunque reprimida en la memoria propia y en la colectiva, regresaba fresca por un resquicio de su memoria y respondía a bocajarro: Et in terra PAX hominibus bonae voluntatis. Y mientras aclaraba el suavizante de su ralo cabello, continuaba reiterativo: PAX, PAX, PAXXXXXXXXXXX.

Y paz era toda la gloria que ella encontraba al abrir la puerta del baño. Paz y al Presidente de la nación y marido suyo, mojado, envuelto en una toalla de felpa blanca, los ojos mirando al infinito y restos de paz en su boca entreabierta.

Ella le miraba con ternura y restos de admiración. Él seguía hablando de alianzas. Ella le cogía la mano y le decía “cariño, la alianza la llevas puesta”. Pero él continuaba, “Alianzas, paztos, pazzz…”

El teléfono suena. Ella deja al Sr. Presidente sentado en el resquicio de la bañera y contesta. “No. Lo siento. El Sr. Presidente tampoco podrá atender hoy sus obligaciones. Sigue indispuesto.”


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Dicen que desde hace algún tiempo al Sr. Presidente le dictan discursos y opiniones a través de un pinganillo que lleva en la oreja y que puede verse en algunas fotos.

Puede que sólo sea una MP3.

22 noviembre 2006

RÍO DE LA VIDA (cortometraje)

Hay personas destinadas a no ser, como las gotas de lluvia que resbalan por un cristal hasta mezclarse con otras formando un reguero de agua.

Sé que uno no debe resistirse a su destino. Hay que ser gota de lluvia cuando toca ser gota de lluvia y río cuando toca ser río.

Pero yo no quiero desaparecer.

Quiero ser GOTA, en singular y con mayúsculas.

Y si mi destino es convertirme en río, sé que una parte de ese río soñará con evaporarse, con ser nube. Soñará con volver a Shangai, en busca de una muchacha asida al manillar de su bicicleta; una muchacha con una flor en la falda, que no se decide a levantar el pie del suelo y aguarda paciente el inevitable instante en que por fin decidirá no resistirse más y desaparecerá engullida por la riada humana; el mismo instante en que una gota de lluvia se desploma en el suelo.

En una calle cualquiera de Shangai.

En un día gris.