(Relato seleccionado y publicado en el libro “Tengo una historia para contarte” Ed. GRAFEIN (2012) ISBN: 978-8493799830)
Carlos entró
en el aseo. Sola en su habitación, sin tiempo que perder, cogí su cartera y me
puse manos a la obra: documentos de identidad, tarjetas, recibos de compras
realizadas en diversos establecimientos.
Carlos compartía
conmigo la noche de los sábados y un cariño mutilado que me aportaba migajas de
afecto y la esperanza de un mañana pleno. Mientras procedía al minucioso
registro, sabía que él se afeitaba gracias a los sonidos que tan bien conocía:
primero el rechinar de un grifo al abrirse, después el repiqueteo de la
cuchilla contra la loza: “tic, tic, tic”. Siempre de tres en tres. Luego
cerraba el grifo y, por unos instantes, silencio. Suponía que era durante esos
vacíos sonoros cuando la hoja se deslizaba por su cara abriendo una brecha
libre de espuma y pelo. A los pocos segundos, el grifo chirriaba nuevamente y
le seguían, inevitables, las tres percusiones en la cerámica del lavamanos...
Ese escrutinio de sus
enseres era un acto desesperado. Necesitaba saber quién era el hombre que se
escondía tras sus rutinas, ese que no me permitía entrar en su vida ni cruzar
el umbral de su intimidad.
De fondo, acababa de
oírse la mampara de la ducha y la sacudida ronca de un grifo que con su caudal
ponía en marcha la caldera. Acto seguido, mientras esperaba que el chorro de
agua alcanzase la temperatura adecuada, lo imaginaba poniendo pasta dentífrica
en el cabezal de su cepillo eléctrico, cuyo zumbido no tardaba en llegar a
través del tabique; lo suponía gozando con el cosquilleo que las sutiles
vibraciones del motorcito producían en su cráneo, como si también pudieran
eliminar el sarro mental y fortalecer las neuronas. A continuación, chirrido de
grifo y repiqueteo del cabezal contra el lavabo, tres veces; entonces, corría
de nuevo la mampara y se sumergía bajo el chorro de agua caliente.
Yo aprovechaba esos
momentos para buscar vestigios de información que creía me permitirían escapar del
limbo afectivo al me había relegado. Mas la tarjeta manuscrita que acaba de
hallar en su billetero, lejos de poner fin a esa tortura, abría nuevas
incógnitas: “Gracias por la otra noche. Besos. L.” Me llevé una mano al pecho
temiendo que mis latidos pudieran escucharse desde la ducha, cuyo caudal (fui
consciente en ese instante) había dejado de oírse. La puerta del baño se abrió.
Sin apenas tiempo de reaccionar, cerré el billetero y lo deposité sobre la
mesita de noche justo antes de que entrara
en la habitación.
Aquella mañana, como
tantas otras, Carlos me sorprendió con los ojos húmedos. Y, al igual que en otras
ocasiones, evitó preguntarme los motivos y no se permitió imaginarse responsable
de aquel derrame expresivo del que no quería ser partícipe, ni como instrumento
de consuelo.
Su piel desprendía un
olor agradable. De espaldas a mí, se vistió deprisa.
–Cuando acabes…
estaré en la cocina preparando el desayuno –sentenció, metió la cartera en el
bolsillo trasero de su pantalón y salió sin mirarme.
Me enjugué las
lágrimas y acabé de vestirme. Las palabras que acababa de leer daban vueltas en
mi mente planteándome nuevas
incógnitas, consolidando esa soledad semicompartida que se me antojaba amarga,
como el café, cuyo aroma perfumaba el espacio y me recordaba que debía
apresurarme. Miré mi rostro en el espejo. Por fuera, todo parecía en orden.
En la cocina, Carlos
había hecho el desayuno y, sentado a la mesa, leía los titulares de la prensa
en su “Tablet PC”. Puse dos dedos de café en una taza y añadí la medida
justa de leche y azúcar, para conseguir el sabor apropiado. Supuse que eso era
lo que Carlos hacía conmigo, servirse la cantidad precisa de mí, mezclarme con
otros ingredientes que endulzaban su vida, pero que agriaban la mía.
De vez en cuando, se
oía el raspar de un cuchillo sobre la superficie del pan tostado o una
cucharilla repiquetear contra la taza, en secuencia de tres. Pensé que podía
ser un buen momento para sacarme de la cabeza aquella dedicatoria y ponerla
sobre la mesa junto a las tostadas. Quizá untándole un poco de mantequilla y
añadiendo la proporción idónea de mermelada, nos sería más fácil hablar de eso
y de los otros muchos asuntos que moraban furtivos entre nosotros. Opté por
callar.
-Cuando quieras te
acompaño a casa –dictaminó, dejando claro así que nuestro tiempo compartido
aquel domingo se agotaba.
Con los ojos nuevamente
húmedos, recogí las migajas de pan esparcidas por la mesa y puse la vajilla
usada en la fregadera. Desde ese ángulo, podía verle de espaldas, concentrado
en la pantalla.
Entonces, su espíritu
depredador hizo un intento por lubricar, con un hálito de esperanza, la cadena
invisible que nos unía y añadió:
-Por cierto, estás
guapa, hoy.
Aquella frase
desganada y fingida cayó en mi ánimo como una traición, provocando un deseo
irreflexivo y redentor al que no opuse resistencia. Tomé un cuchillo de
trinchar, lo empuñé con fuerza y se lo hundí en la espalda.
Tres veces.