Mostrando entradas con la etiqueta MIS PREFERIDOS. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta MIS PREFERIDOS. Mostrar todas las entradas

03 abril 2013

CADENCIAS

(Relato seleccionado y publicado en el libro “Tengo una historia para contarte” Ed. GRAFEIN (2012) ISBN: 978-8493799830)

Carlos entró en el aseo. Sola en su habitación, sin tiempo que perder, cogí su cartera y me puse manos a la obra: documentos de identidad, tarjetas, recibos de compras realizadas en diversos establecimientos.

Carlos compartía conmigo la noche de los sábados y un cariño mutilado que me aportaba migajas de afecto y la esperanza de un mañana pleno. Mientras procedía al minucioso registro, sabía que él se afeitaba gracias a los sonidos que tan bien conocía: primero el rechinar de un grifo al abrirse, después el repiqueteo de la cuchilla contra la loza: “tic, tic, tic”. Siempre de tres en tres. Luego cerraba el grifo y, por unos instantes, silencio. Suponía que era durante esos vacíos sonoros cuando la hoja se deslizaba por su cara abriendo una brecha libre de espuma y pelo. A los pocos segundos, el grifo chirriaba nuevamente y le seguían, inevitables, las tres percusiones en la cerámica del lavamanos...

Ese escrutinio de sus enseres era un acto desesperado. Necesitaba saber quién era el hombre que se escondía tras sus rutinas, ese que no me permitía entrar en su vida ni cruzar el umbral de su intimidad.

De fondo, acababa de oírse la mampara de la ducha y la sacudida ronca de un grifo que con su caudal ponía en marcha la caldera. Acto seguido, mientras esperaba que el chorro de agua alcanzase la temperatura adecuada, lo imaginaba poniendo pasta dentífrica en el cabezal de su cepillo eléctrico, cuyo zumbido no tardaba en llegar a través del tabique; lo suponía gozando con el cosquilleo que las sutiles vibraciones del motorcito producían en su cráneo, como si también pudieran eliminar el sarro mental y fortalecer las neuronas. A continuación, chirrido de grifo y repiqueteo del cabezal contra el lavabo, tres veces; entonces, corría de nuevo la mampara y se sumergía bajo el chorro de agua caliente.

Yo aprovechaba esos momentos para buscar vestigios de información que creía me permitirían escapar del limbo afectivo al me había relegado. Mas la tarjeta manuscrita que acaba de hallar en su billetero, lejos de poner fin a esa tortura, abría nuevas incógnitas: “Gracias por la otra noche. Besos. L.” Me llevé una mano al pecho temiendo que mis latidos pudieran escucharse desde la ducha, cuyo caudal (fui consciente en ese instante) había dejado de oírse. La puerta del baño se abrió. Sin apenas tiempo de reaccionar, cerré el billetero y lo deposité sobre la mesita de noche justo antes de que entrara en la habitación.
Aquella mañana, como tantas otras, Carlos me sorprendió con los ojos húmedos. Y, al igual que en otras ocasiones, evitó preguntarme los motivos y no se permitió imaginarse responsable de aquel derrame expresivo del que no quería ser partícipe, ni como instrumento de consuelo.

Su piel desprendía un olor agradable. De espaldas a mí, se vistió deprisa.

–Cuando acabes… estaré en la cocina preparando el desayuno –sentenció, metió la cartera en el bolsillo trasero de su pantalón y salió sin mirarme.

Me enjugué las lágrimas y acabé de vestirme. Las palabras que acababa de leer daban vueltas en mi mente planteándome nuevas incógnitas, consolidando esa soledad semicompartida que se me antojaba amarga, como el café, cuyo aroma perfumaba el espacio y me recordaba que debía apresurarme. Miré mi rostro en el espejo. Por fuera, todo parecía en orden.

En la cocina, Carlos había hecho el desayuno y, sentado a la mesa, leía los titulares de la prensa en su “Tablet PC”. Puse dos dedos de café en una taza y añadí la medida justa de leche y azúcar, para conseguir el sabor apropiado. Supuse que eso era lo que Carlos hacía conmigo, servirse la cantidad precisa de mí, mezclarme con otros ingredientes que endulzaban su vida, pero que agriaban la mía. 

De vez en cuando, se oía el raspar de un cuchillo sobre la superficie del pan tostado o una  cucharilla repiquetear contra la taza, en secuencia de tres. Pensé que podía ser un buen momento para sacarme de la cabeza aquella dedicatoria y ponerla sobre la mesa junto a las tostadas. Quizá untándole un poco de mantequilla y añadiendo la proporción idónea de mermelada, nos sería más fácil hablar de eso y de los otros muchos asuntos que moraban furtivos entre nosotros. Opté por callar.

-Cuando quieras te acompaño a casa –dictaminó, dejando claro así que nuestro tiempo compartido aquel domingo se agotaba.
Con los ojos nuevamente húmedos, recogí las migajas de pan esparcidas por la mesa y puse la vajilla usada en la fregadera. Desde ese ángulo, podía verle de espaldas, concentrado en la pantalla.

Entonces, su espíritu depredador hizo un intento por lubricar, con un hálito de esperanza, la cadena invisible que nos unía y añadió:

-Por cierto, estás guapa, hoy.

Aquella frase desganada y fingida cayó en mi ánimo como una traición, provocando un deseo irreflexivo y redentor al que no opuse resistencia. Tomé un cuchillo de trinchar, lo empuñé con fuerza y se lo hundí en la espalda. 

Tres veces.



13 enero 2012

Cuestión de enfoque


Araceli trataba de examinar la etiqueta de un bote de tomate triturado. “Cada vez ponen la letra más pequeña,” Pensó. Pero no buscó las gafas de leer que llevaba en algún rincón del bolso, aunque la jovencita de la óptica insistía en que debía ponérselas. “¿Qué sabrá ella lo que es vista cansada? El problema es de las etiquetas. Además, ¡es una cría! No sé ni cómo le dejan trabajar con lo joven que es.”
Últimamente le ocurría a menudo. Su médico de cabecera también tenía cara de niño, “¿qué podía saber él de medicina o sobre lo que tenía que comer y cuándo? Ya soy mayorcita para saber lo me conviene y no voy a permitir que un niñato me prohíba mis cuatro caprichos,” Se decía.
Arrastró sus pensamientos y el cestito con ruedas hasta el pasillo de los lácteos. Una nevera interminable acumulaba estanterías repletas de variantes de yogur: con azúcar, de soja, con envase de cristal, con edulcorantes, 0% de materia grasa, de sabores, con trocitos, biológicos, sin lactosa… Sintió vértigo.
-Yo sólo quiero un yogur normal, como los de siempre –murmuró.
-¿Araceli? –dijo una voz de hombre a sus espaldas.
Se giró. Había pasado una eternidad desde la última vez que se vieron, pero el corazón le dio un vuelco.
-¡Dios mío! ¡Araceli! ¡Qué alegría verte! Estás tan guapa como siempre.
-Está claro que, además de pelo, has perdido vista –respondió ella con una sonrisa maliciosa.
Él le rió la gracia y añadió:
-Cómo echaba de menos tus pullas.
-Seguro que no tanto como yo tus ronquidos –agregó ella.
Se estudiaron unos instantes en silencio, saboreando un lejano pasado en común que, gracias al tamiz del tiempo, les pareció más amable. Finalmente, Araceli rompió a hablar para evitar que se le humedecieran los ojos.
-¡Anda! Ayúdame a buscar unos yogures.
Él la tomó por el brazo y le pregunto:
-¿Los sigues tomando naturales y sin azúcar?
Araceli respondió:
-Pero ¿cómo puedes acordarte de eso? Creí que a estas alturas ya no podrías recordar ni tu nombre.
-Y yo, que moriría sin haber ligado en un supermercado y ya ves –añadió guiñándole un ojo.
Araceli se apretó contra su brazo y suavizando la voz agregó:
-Mejor que no te hagas muchas ilusiones, Don Juan. Hace mucho tiempo que no me gustan los hombres de mi edad.
-Apuesto a que se te olvida con un par de copas de vino –susurró instantes antes de iniciar un forcejeo con un pack de yogures, tratando de descifrar la etiqueta. 
Al verle arrugar los ojos y estirar los brazos, Araceli rebuscó en su bolso y, por primera vez, se puso las gafas de leer. En ese momento, los diminutos caracteres negros dejaron de oponer resistencia. Mas al ver los variados y desconocidos ingredientes que acompañaban aquel postre lácteo, miró a su acompañante a través de los cristales y murmuró:

-Ahora entiendo porqué nunca te gustó el yogur…
Al verlo tan de cerca y con las arruguitas magnificadas por el efecto lupa de los anteojos, le pareció más frágil que antaño y, por un momento, sintió algo parecido a la ternura.
-Será mejor que vayas a por una botella de vino antes de que me arrepienta, –
susurró, se quitó las gafas y las depositó en el lineal sobre un pack de yogures.

24 diciembre 2011

Distorsiones


A Ramón nunca le había tocado la lotería de Navidad; el único premio que había recibido en su vida era una nariz ganchuda, salida del bombo de su madre y del de la lotería genética.
Se miró al espejo, ahí estaba ostentosa, precediéndole ante el mundo, restándole siempre protagonismo; un excedente de milímetros que de haber sido corredor hubiera supuesto una ventaja competitiva, favoreciendo la aerodinámica de su rostro y anticipando su llegada a meta. Pero su único objetivo en este momento era llegar a Reyes con el ánimo intacto y sin dejarse impregnar en exceso por el espíritu “naviñoño” que este año se le antojaba de un dulce superlativo y le estaba tocando el apéndice nasal.
Seguía contemplando su imagen cuando, de repente, sintió un fuerte picor en la nariz y, acto seguido, la fuerza de un estornudo desplazaba violentamente su rostro hacia adelante, haciéndole impactar contra el espejo.
Horas después, en el servicio de urgencias, un médico con expresión apesadumbrada le comunicaba que tenía roto el tabique nasal. Ramón, sin pensarlo dos veces, se le colgaba del cuello y con lágrimas en los ojos repetía:
-¡Gracias doctor, muchísimas gracias! ¡Soy feliz!
“Será la Navidad” reflexionó para sí el doctor, quien sin entender demasiado, trataba en vano de desprenderse de aquel abrazo espontáneo cuyo origen atribuyó al espectro navideño que se le antojó más pringoso de lo habitual.
¡Felices Fiestas a todos! (con unas gotitas de limón)

11 noviembre 2011

Pócimas


Claudia se marchó de casa en ayunas tras haber rechazado la “Mousse de humo con tuétano de bacalao”  que Basilio había creado especialmente para ella.
El día en que se conocieron, Cupido debía estar de vacaciones. Aquella unión imposible parecía obra de Lucifer: Basilio, un virtuoso de los fogones y Claudia, una aspirante a actriz que aseguraba engordar con tan sólo oler los vapores que salían de la cocina de su novio.
Durante los primeros meses de su relación, el amor pudo con todo. Y aunque desde el primer día, Claudia se obsesionó con el elevado número de calorías suspendidas en el aire del apartamento, creía que la incesante actividad física, consecuencia de su reciente enamoramiento, compensaba las calorías olidas de más.
Para Basilio, la inapetencia de Claudia fue un reto para el que se propuso hallar remedio. Amante como era de la cocina tradicional, preparaba suntuosos cocidos, fabadas y cochinillos. Pero Claudia se negaba sistemáticamente a probar sus platos. Alguna vez, le hizo creer que había ganado la batalla; la comida desaparecía del plato y Basilio se alegraba, hasta que días después encontraba trocitos de tocino semienterrados en las plantas, a las que ese ingrediente extra en la tierra parecía aportar un brillo inusitado en sus hojas.
Pero en lo referente a la gastronomía, Basilio era de naturaleza perseverante. Aunque no tenía claro si su obstinación nacía de un instinto protector hacia Claudia o de la fuerte necesidad de su ego por conseguir el reconocimiento de su amada.
Investigó, se apuntó a cursos de cocina creativa, hizo prácticas gratuitas en los fogones más vanguardistas de su ciudad. En su despensa, las legumbres y la manteca de cerdo dejaron paso a gelatinas, cloruros y carragenatos. Las horas hasta entonces compartidas, en el lecho conyugal, pasaron a ser un grato recuerdo al que aferrarse mientras experimentaba día y noche con goma xantana y cloruro cálcico en busca de la receta perfecta para Claudia.
Primero llegó el “Granizado de tomate ahumado sin tomate”. Claudia lo rechazó tras un sorbito esquivo, agregando que el tomate le producía acidez de estómago y no se lo podía permitir, que tenía un “casting”.
Días después llegó la “Espuma de agua de mar a las finas hierbas”. “Soy alérgica al marisco” dijo ella con un mohín de disgusto y añadió: “No pienso probar ningún líquido en el que se hayan bañado esos insectos acuáticos, aunque lo disfraces con plantitas aromáticas. ¡Puaj!”
Aunque Claudia tenía razones para estar contenta, pues acaban de contratarla como protagonista en una obra pequeñita, estaba convencida de que su novio ya no la quería. Había dejado de hacerle el amor y pasaba las noches entre probetas en la cocina, como si buscase algún veneno perfecto para acabar con ella.
Basilio volvió a intentar impresionarla con un “Deshielo de cola light al horno” que según Claudia había perdido toda la gracia porque le faltaban las burbujitas.
Sentado frente a la “Mousse de humo con tuétano de bacalao” que Claudia acababa de rechazar y tras hacer repaso de todos sus fracasos, Basilio concluyó que a su relación también le faltaban las burbujitas y no entendía porqué. ¡Con lo mucho que lo había intentado!
Junto a la mousse halló una nota manuscrita en un pedazo de cartón:
“Querido Basilio,
Me enamoré de ti porque tus besos eran los más dulces, pero has deconstruido nuestra relación con tus ausencias. Ahora sólo tengo tu indiferencia y la soledad de mis noches. Yo no sé vivir así. Deseo que encuentres a esa mujer de paladar exquisito que sepa valorar tus creaciones. Yo sólo ambicionaba tu cariño.
¡Hasta siempre!
Claudia”
Basilio giró el cartoncito. Le había escrito en ¡una caja de Donuts! Se levantó de un saltó y se encerró de nuevo en la cocina.
Claudia se dirigía al teatro, como cada tarde. Se sentía pesada. Como ya era habitual, había estado lloriqueando y comiendo madalenas con trocitos de chocolate y helados, tratando de llenar el vacío que sentía. Pero esa breve satisfacción oral no hacía más que incrementar su desasosiego, por lo que volvía a comer.
Lo último que deseaba en ese momento, era encontrar a Basilio en la puerta del teatro con una cajita en la mano. Y sólo de imaginar que la caja pudiera contener alguna de sus ofrendas humeantes, se le torció el rictus.
Pero Basilio no se amilanó, se acercó a ella y le dijo: “Claudia, ¡te quiero!  ¡Te ruego que me perdones! ¡Juro que no volverás a dormir sola y que no te obligaré a comer! Acepta este pequeño obsequio como una ofrenda de paz.” Y acto seguido añadió: “No tienes que probarlo si no quieres…”
“Nunca lo hago.” Pensó Claudia para sí, pero como su amor hacia él era todavía superior a su mala leche, se tragó sus palabras, incrementando así su empacho.
Basilio prosiguió: “Los he llamado ‘Besos de chocolate para Claudia’”. 
Aquel nombre consiguió despertar la curiosidad de Claudia que no tardó en aceptar el paquetito y mirar en su interior.  En ese momento, se le activaron simultáneamente las glándulas lacrimales y las salivares. La caja contenía un simple surtido de trufas y bombones, colocaditos en filas alternas, o eso parecía…
“Sólo llevan chocolate, mantequilla y azúcar.” Se apresuró a aclarar Basilio antes de que a su novia le diera por imaginarse un relleno de “aire del desierto” o de “espuma de cielo de tormenta”. Aunque bien pensado no habría sido mala idea… Ya estaba de nuevo en las nubes, imaginándose ganador de la receta de bombones más suculenta e ingeniosa del año cuando, sin previo aviso, recibió el más delicioso beso con sabor a chocolate del mundo.
Por primera vez en muchos meses, se sintió feliz.
Ya tendría ocasión de explicarle en otro momento, que los iba a mejorar para presentarlos a concurso…

10 junio 2011

Ángel Negro


Una barra de hierro impactó contra su cabeza. Intentó defenderse, pero la sangre que manaba a borbotones de la brecha abierta sobre su ceja, espesaba su mirada y ralentizaba sus movimientos. Se dobló sobre sí mismo. Sintió un nuevo golpe que hizo crujir sus costillas. Y cayó sobre un charco de color burdeos que ya comenzaba a espesarse por los bordes.

Los pasos de su atacante se alejaron con prisa. Una sirena se aproximaba. Perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, tenía puesta una máscara de oxígeno y un paramédico repetía su nombre con insistencia. Sintió ganas de vomitar, pero no pudo. El sonido insistente de la sirena acompañaba los vaivenes del vehículo. Sus ojos volvieron a cerrarse.
En ese instante, en la otra punta de la ciudad, sonaba un teléfono.
Gabriela cierra la ventana antes de descolgar para no oír la sirena de ambulancia que se cuela en su comedor camino del hospital cercano. Ya es la quinta en lo que va de noche. Y Carlos que se retrasa. Tendré que cenar sola otra vez.
Gabriela camina despacio. Tiene las piernas hinchadas y dolor en la espalda. Lleva años esperando un riñón que no llega. Contesta. “¿Diga?” Es su médico, quiere verla mañana. “Sí doctor. Perfecto. Mañana a las ocho.”
“¿Dónde estará Carlos?” Se pregunta. “Tendré que ir sola al hospital.”
Carlos se mete entre las sábanas poco antes de la madrugada. Se le acerca sigiloso por la espalda. Le besa la nuca. Gabriela se gira. “Parece que hay buenas noticias. Mañana he de ir al hospital a primera hora.” Le explica entre susurros. “Puede que haya un donante.”
Carlos murmura un “te quiero” y repasa el contorno de sus labios con el índice derecho, como si con ese gesto de ternura pudiera borrar el recuerdo de los golpes asestados esa noche y tantas otras, en su particular búsqueda del Santo Grial con forma de legumbre, que podrá por fin liberar a Gabriela. 

28 mayo 2011

CAMBIO DE GUARDIA

1º premio del lº Certamen Internacional de ‘microrrelatos’ La Gangsterera (2011)

Detuve mi vehículo frente a la casa y apagué las luces. Me esperaba otra larga noche por delante. Tenía la cámara y el micrófono unidireccional preparados, y un arma en la guantera, por si acaso.

Días atrás, una atractiva mujer se había personado en mi oficina sin avisar y, mientras me hacía entrega de un sobre cerrado, comentó: ”quiero pillar a mi marido con las manos en la masa corporal de alguna de sus amiguitas.” Dentro del sobre: fotos, direcciones habituales y ciertas rutinas. Entonces añadió: “No le pierda de vista. En especial, cuando parezca seguir la rutina.”

El eco de sus palabras se perdió en la moqueta que forraba las paredes y que supongo debí sustituir hace mucho por una buena mano de pintura. Pero me resisto a perder esa seña de identidad que a veces sobrecoge a mis clientes y les predispone a pagar y largarse cuanto antes.

Los días de aquel hombre transcurrían tal y como mi clienta había anticipado. Cumplía escrupulosamente con las rutinas y horarios previstos como si sus pies fueran conducidos por un riel invisible.

Empecé a investigar sus noches. No me sorprendió comprobar que eran tan reiterativas como sus días. Incluso las salidas nocturnas de mi clienta se integraban perfectamente en las rutinas de su cónyuge. Todas las noches desaparecía al poco de llegar él, como si se hubieran repartido el uso de aquel domicilio por franjas horarias. Algo no encajaba. En la agenda de aquel hombre no había lugar para la improvisación ni para las infidelidades.

Una noche, decidí romper las pautas y vigilar a mi clienta. Puse un GPS y un micro en su coche. La seguí. Condujo hasta la ciudad y se detuvo en una calle céntrica. Fue entonces cuando vi a mi mujer entrar en su coche y fundirse ambas en un profundo abrazo mientras mi clienta le susurraba: “Tranquila, mi amor. Mi marido no va a moverse de casa esta noche. Y el tuyo sigue allí, vigilándolo.”

Creo que fue entonces cuando abrí la guantera.

22 mayo 2011

La Faraona

No me llamo Nefertiti. Y tampoco soy egipcia. Aunque empecé a utilizar este nombre un día que buscaba seudónimo para presentarme a un concurso literario. Primero fue la firma del relato, luego abrí una cuenta de gmail para hacer el envío de forma anónima. Y poco a poco, una cosa llevó a la otra.

Me compré un sombrero cónico. Empecé a estirar mucho el cuello hacia adelante y a sacarme fotos de perfil, que colgué en mi nueva cuenta de facebook www.facebook/nefertiti/ Ya tengo más de 2.000 seguidores.

He sustituido la almohada cervical y el colchón de látex por un par de sarcófagos que adquirí en una sala de subastas. ¡Son tan monos! Marcos no acaba de acostumbrarse, pero yo disfruto enroscándome en las sábanas y luego cierro la tapa del sarcófago. Se está calentito y no me despierta la luz de la mañana, ni sus ronquidos.

A Marcos tampoco le gusta mi nuevo look. Me pinto los ojos con una gruesa raya negra que se alarga hacia la sien, mi pelo se ha vuelto lacio y oscuro como el azabache y voy engalanada de pies a cabeza con escarabajos forrados de oro y lapislázuli. No se ha tomado muy bien mi inversión, ni mi amor por lo que él llama despectivamente “esas bestias”.

En fin, espero que se le pase pronto el enfado. Mañana vienen a hacer un bajorrelieve en el salón con nuestra imagen de perfil y no me gustaría pasar a la posteridad de morros.

Nefer

27 junio 2009

Times New Roman

De poco le sirvieron a Cristina, sus clases de grafología. Su historia de amor con Cariño, su marido, se había escrito altenando Times New Roman número 12 y frecuentes sms.

El primer día que tuvo ocasión de ver su firma, se hallaban firmando el contrato de matrimonio. Al ver el rayajo informe que acababa de garabatear, sintió un nudo en el garganta. Desde ese día, le obligó a comunicarse siempre por escrito.

A él, inicialmente aquello le pareció una excentricidad sin importancia. En el fondo, se sentía halagado.

-Cariño, adoro tu letra. Quiero que me escribas siempre a mano.

Y Cariño se pasó la luna de miel utilizando el bloc de notas del hotel, para decirle: “¿Te apetece que nos demos un baño?” “¿A qué hora quieres... Resto del texto en Libro de Notas

17 diciembre 2006

NAUFRAGIOS



Cada vez que me cruzaba con Alejandro, mi pulso se aceleraba. Por eso, cuando aquella mañana lo vi bajando Rambla Catalunya, sentí que mi corazón iba a salir corriendo tras de él. Pero sé que no lo hizo, aún lo oigo de vez en cuando palpitar en mi pecho, apagado y triste, pero conmigo.

Allí permanecimos inmóviles por unos instantes, mi perturbado músculo y yo, sentados tras la vidriera de una cafetería mientras Alejandro transitaba con el paso ligero, las manos en los bolsillos y una bufanda enroscada en el cuello, ajeno a las pulsiones que generaba muy cerca de allí.

En el libro de sus amores, yo ya era historia. Al menos, eso pensaba yo. Todo lo acontecido entre nosotros se difuminaba entre las nieblas del tiempo y un olvido indolente, cuyo principal causante era una desgana existencial por su parte y volitiva por la mía.

Pasé por su vida de reojo, que era la única forma en que sabía relacionarme con los hombres recientes. La intimidad la reservo para aquellos que sobreviven al terror de mis miedos primigenios, que, en el fondo, no diferían tanto de los suyos. Creo que era eso precisamente, lo que nos ayudaba a sentirnos un poco cómplices. Éramos como náufragos que van a parar a la misma isla pero se esquivan el uno al otro, por evitar el fantasma de un enfrentamiento que pudiera dar al traste con la única posibilidad de relacionarse con otro ser humano.

Así, con esa estrategia de evasión, conseguíamos mantener nuestro amor intacto, a salvo de nosotros mismos, tan probada y tristemente hábiles en la destreza de romper el amor.

Acabé los restos de un café frío y salí a la calle. Por inercia, empecé a caminar en dirección contraria a la que él había tomado, como si al desandar sus pasos pudiera imponerme un olvido, que se había mostrado huidizo y hosco hasta la fecha. Confieso que me recreaba en esos espacios comunes que compartíamos a destiempo, buscando los restos de su presencia reciente en el ambiente.

Por suerte, la realidad y la cordura se me imponían y esos ejercicios delirantes quedaban relegados al rincón de mi alma donde almaceno excentricidades, deseos y desengaños.

Aún no entiendo por qué se acercó a mí; qué oscura voluntad le hizo cruzar el evidente e insultante abismo que siempre se interpuso entre nosotros y que todavía hoy se exhibe como un foso sin puente, infranqueable; transformándolo en una isla amurallada a cuyos pies me hallaba yo, cual cenicienta sin madrina, convertida en estatua de sal por exceso de vanidad.

Lo malo es que era incapaz de retroceder, desandar mis propios pasos y salvarme; en vez de seguir la estela de una isla a la deriva, hundiéndome irremediablemente en la ciénaga de mi propia lástima.

La vida no daba para más en aquellos días. No recuerdo si había sol, tan sólo el frío y la bufanda a cuadros de Alejandro, a pesar de la incipiente primavera.

Yo sobrevivía, como siempre, que es lo que mejor sabía hacer. Y le seguía queriendo, pues por más que me impusiera sus ausencias, no podía dejar de quererle. Mi mundo, forjado al fuego lento de numerosas fatigas, de domingos de encadenada compañía plagada de silencios rancios y de soledades casquivanas, se desdibujaba ante mí. Mirar hacia atrás no tenía sentido, nunca lo había tenido. Pero cuanto más me empeñaba en cerrar a cal y canto los mórbidos recuerdos tras la puerta del olvido, más difícil se me hacía seguir adelante, como si los secretos celosamente guardados para uno mismo, fueran fermentando hasta tirar abajo todas las puertas, aunque sin la fuerza necesaria para escalar sus muros.

Así transcurrían mis días. Me levantaba, escribía, desayunaba, volvía a escribir, lloraba, perseguía su rastro por sus rincones de la ciudad, con la esperanza de incorporarlo de nuevo a mi vida, aún a sabiendas de que aquel tren ya lo había perdido. Al atardecer, regresaba a casa y releía lo escrito. Introducía en el ordenador los embriones de inspiración manuscritos durante el día, deseosos de incorporarse a algún relato.

Algunas veces no comía. Otras, un hambre desproporcionada me obligaba a asaltar la despensa, sin darme tiempo ni a cocinar. Sé que ese hambre, no salía de mi estómago, sino del vacío que empezaba a dividirme en dos y que acabaría por destruir lo poco que quedaba de mí.

Alejandro. Mi numen involuntario e ignorante. La inspiración de mis relatos, de mis días, de mis sueños, hasta de mi vida. Leía mis escritos en busca de un ápice de sí mismo, deseoso de hallar alguna huella que atestiguara su paso por mi vida, que él, desde su distancia, creía tan llena de todo menos de él.

24 septiembre 2005

RUTINAS



Julián quería ser escritor pero no tenía imaginación. Además, por si eso fuera poco, trabajaba de contable en una empresa pequeña, por lo que no se puede decir que su día a día estuviera lleno de anécdotas memorables para inmortalizar en un texto.

Otro, en su lugar, habría sido capaz de sacarle jugo al vuelo de una mosca, pero en su despacho no había insectos y si alguno se colaba en aquel ambiente impoluto, carecía de alas y corría desesperado a esconderse en cuanto se hacía la luz.

Los escasos compañeros de trabajo que tenía eran como amebas traslúcidas que se mimetizaban con el entorno de tal guisa, que apenas habría reparado en su presencia, si no fuera por sus ocasionales conversaciones telefónicas, cuyo contenido sólo podía oír en parte; se le antojaban monólogos intermitentes, plagados de vacíos que era incapaz de rellenar.

Podría haber alimentado sus fantasías con el material de sus sueños, pero nunca recordaba nada. Creía a pies juntillas que él no soñaba nunca y si lo hacía, sus sueños eran demasiado tímidos para soportar el análisis de su mente consciente.

Julián tenía una esposa a la que mantener y a la que aguantar, María. Eso sí, la respetaba muchísimo. Tanto, que hacía ya mucho tiempo que había decidido saciar sus bajos instintos con otras mujeres. Otras a las que no quisiera tanto como a la suya y pudiera importunar libremente con sus urgencias. Urgencias que se parecían mucho a las riadas de septiembre. Llegaban una o dos veces al año, sin previo aviso y eran incontenibles, como si la inactividad del resto del año pasase factura de repente.

En esas ocasiones, organizaba una salida nocturna con algún amiguete divorciado, a la que acudía tras rociarse con colonia barata de la cabeza a los pies, haciendo hincapié en los calzoncillos (por si acaso). Este ritual no pasaba desapercibido a su señora, como a él le gustaba llamarla, como si ese sustantivo pudiera añadir algo de alcurnia a sus desvaídos orígenes. Ella había sido educada para ser una esposa ejemplar y había hecho suya la frase de "no se debe morder la mano que te da de comer". Así que tras darle un casto beso en la mejilla recién afeitada, se quedaba en casa, se daba un baño y esperaba que con un poco de suerte y la poca práctica de su esposo como depredador, volviera a casa con la munición intacta y en la recámara. Era como ganar un partido, no por méritos propios, sino gracias a los errores del contrario. Pero, a fin de cuentas, ganar.

A Julián, aquellas salidas le ayudaban a romper la rutina. El mundo se le antojaba como un Finisterre ante el que sentía vértigo con tan sólo asomarse a su infinita grandeza. Ese vértigo le hacía aferrarse con más fuerza al salvavidas de sus hábitos y aunque en su interior quedaba un rescoldo que le incitaba a vivir intensamente, no se atrevía a saltar al ruedo y recurría a sus escritos, que tras las fugaces escapadas quedaban teñidos de erotismo. El relato erótico tenía sus inconvenientes. Apenas podía nutrirse de sus experiencias directas y su fantasía, ya sabemos que no era su fuerte. De todas formas, a la que llevaba un par de párrafos escritos, se veía impelido a sustituir el ordenador por la anatomía oronda de su señora para aliviarse del efecto que sus breves proyecciones mentales, tenían en su entrepierna.

Ella nunca se había parado a reflexionar en el porqué de sus hemorragias mensuales y se entregaba concienzudamente (más en cuerpo, que en alma) a esos días (que según sus cálculos, constituían la época de apareamiento de los humanos) con la esperanza de quedarse embarazada antes de que se le pasase el arroz. Pero, enseguida las aguas volvían a su cauce. En su cuerpo, al igual que en sus vidas, lo único que pasaba era el tiempo.

Vivían en uno de esos edificios construidos en una ciudad dormitorio, a las afueras de la gran urbe, como una gran colmena destinada a la extinción, habitada únicamente por zánganos y obreras. Las más de cien familias que compartían aquel espacio, constituían una comunidad cuyo único nexo era la ausencia de vínculos entre sí y la disparidad vertiginosa de sus orígenes. Como un cocinero inconsciente que fuera cogiendo una pizca de esto, otra de aquello y depositándolo en una cazuela, sin pararse a pensar si los ingredientes serían compatibles entre sí, así les había reunido el destino a todos ellos.

Quizá el único punto que tenían en común era la miseria. Casi todos tenían ocupaciones remuneradas. Paupérrimamente remuneradas, aunque lo suficiente para acceder a ese escalafón social que se haya inmediatamente por encima del lumpen, pero lo suficientemente cerca de la miseria como para llevarla tatuada en el rostro.

Una noche al regresar a casa, Julián se encontró una cinta de vídeo desnuda, sin carátula ni títulos, tirada en el suelo del ascensor.

El ascensor de aquel edificio era como una caja mortuoria en la que el azar realizaba sus alquimias con humores, alientos y penas. En él, no se habían planificado conspiraciones políticas de altos vuelos, ni OPAS hostiles, ni tan siquiera amistosas, como mucho gamberradas y algún intento de violación, frustrado gracias a la inutilidad del botón de "stop" que sólo funcionaba siguiendo sus propios designios. A parte de hablar del tiempo o de lo ligera de cascos que era la hija del Ferretero, de poco más se hablaba. Los hallazgos que podía hacer uno en la superficie del suelo estaban más cerca de la roña y las excrecencias biológicas, que de objetos con valor alguno. Por eso, cuando Julián vio aquella cinta dudó si cogerla, pero pudo más su curiosidad que la grima que sentía. Miró hacia el techo del ascensor como rehuyendo una cámara de seguridad, que jamás había existido en aquel recinto, antes de decidirse a cogerla con dos dedos y escudriñar su superficie, en la que únicamente se indicaba su marca y longitud.

Llegó ansioso a casa por ver su contenido. Su mujer lo esperaba entre fogones, sonriente y sudorosa. Llevaba un vestido de tirantes muy desgastado y pequeño, que resaltaba los más recónditos puntos de su generosa anatomía. Pero la época de celo del macho ibérico en aquel domicilio ya había concluido hacía algunos días y los muñones de relatos eróticos descansaban en paz en algún lugar de la memoria del ordenador doméstico, al que nadie quitaba el polvo, por miedo a tocar alguna tecla que pudiese desencadenar un holocausto. Julián no reparó en su señora y tras lanzar la cinta sobre el sofá, se fue directo a las ollas.

"Hoy se ha suicidado la del cuarto." Dijo ella. "Se la encontraron despachurrada delante de la panadería." A Julián se le atragantó la albóndiga que acababa de meterse en la boca. Vino a su memoria la letra de una canción "cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana". Pensó que en aquel submundo no sólo saltaba el amor. A menudo, se llevaba tras de sí también a las personas.

No sabía quién era la del cuarto. Se giró y depositó un beso con restos de tomate en la frente de María, que se quedó callada pensando en los números rojos de su propia cuenta corriente, y pensando que ella vivía en un octavo. Al menos la del cuarto tenía posibilidades de fallar en su intento.

"Julián" dijo, "¿crees que quería matarse? ¿O sólo quería llamar la atención?"

"He encontrado una cinta de vídeo en el suelo del ascensor." Respondió él. "Podríamos verla mientras cenamos."

"Vale". Respondió ella mientras cerraba el fuego y servía un poco de arroz blanco con tomate en sendos tazones de Duralex. "Las albóndigas son para tu fiambrera de mañana" dijo mientras le tendía uno de los tazones. Julián se quitó la ajada corbata que, de tan chillona que era, eludía el paso de las modas y la lanzó sobre la americana que se arrugaba sobre un sillón. María se sentó a su lado y se amorró al tazón. "!Umm! ¡Qué bien huele! Lo he hecho bien blandito, como a ti te gusta."

Julián hizo una mueca mientras masticaba, que no llegó a convertirse en sonrisa. Un resplandor intermitente iluminaba sus rostros absortos en los respectivos tazones de arroz y mirando de hito en hito las imágenes del vídeo.

Él no estaba demasiado seguro de preferir el arroz blandito, tal como ella aseguraba. Pero tenía el estómago y la cama llenos, que era a lo más que un hombre como él debía aspirar, aunque fuera con el arroz pasado de su señora, aunque la pobreza se le enroscase cada noche en el cuello y le ronronease terrores animándole a saltar por la ventana tras ese amor huidizo que no era capaz de resistir el embiste de la rutina.

16 octubre 2004

MONOLOGO EN LA VENTANA


Joan me ha regalado unos prismáticos para que siga jugando a la ventana indiscreta pero con conocimiento de causa. Pero, ¿entonces no te lo he contado? No puedo creer que no te haya hablado de mi admirador de la ventana. ¿No? Bueno, pues allá voy. Esta historia no puedes perdértela.

Viene ya de lejos. Hace unos meses estaba un día fregando los platos... y había una puesta de sol preciosa. Y como no me gusta demasiado marujear, intento distraerme con otras cosas y lo aderezo cuanto puedo para hacerlo más ameno. Así que, de vez en cuando, entre plato y plato, miro a lo lejos y veo los balcones ajenos, gente que tiende la ropa,... ya sabes, esas pequeñas indiscreciones que a uno se le escapan sin querer (o no) a través de las ventanas y las puertas abiertas, y que yo disfruto observando.

Era lunes, tenía un montón de cacharros por fregar desde la cena del sábado, que por cierto, luego te explico porque te vas a reír un rato. El caso es que como al final salimos y me acosté a las tantas con unas cuantas cervezas encima, me pasé el domingo de la cama al sofá y del sofá a la cama, haciendo escala de vez en cuando en el lavabo.

Pero ¡cómo me voy por las ramas! Volvamos a lo que te quería explicar. Según miro a lo lejos veo una ventana con luz y la silueta de un tipo apoyado. Me lo quedo mirando fijamente y me da la sensación de que él está también mirando en mi dirección. Pero en esto llamó Joan por teléfono y me entretuvo media hora explicándome su ligue de la noche anterior. Cuando volví a la fregadera y miré hacia mi nuevo fichaje, la luz había desaparecido de la ventana. Así que seguí con lo mío, bajo la atenta observación de Mariano, (¡cómo no!) que no se pierde detalle cuando estoy en la cocina.

No le habría dado más importancia al incidente, si no hubiera sido porque al cabo de unos días, me pareció verle de nuevo, más o menos a la misma hora. La luz de su ventana se encendió y apagó un par de veces. Dato que yo interpreté como una señal de toma de contacto. Ni que decir tiene, que no tardé en responder con una serie de apagones intermitentes en la mía. Momento en que la bombilla de mi cocina decidió descansar en paz para siempre y me obligó a estar en penumbra varios días, pues sólo me acordaba de ir a comprarla cuando ya era de noche y la ferretería estaba cerrada.

Me tenías que haber visto, intentando freír las croquetas de mi madre, sin saber si todavía estaban blancas o si las había churruscado en el intento. Pasé la mayor parte de la semana comiendo ensaladas, no sin cierta aprensión, pues ¿cómo puede una estar segura de haber limpiado bien de insectos la lechuga si no puedes escrutar las hojas concienzudamente? En fin, mejor no pensarlo.

Los encuentros se repetían con cierta asiduidad. Casi siempre a la misma hora. Era hermoso volver a casa y compartir con otro ser solitario unos momentos de reposo tras el trajín diario.
Imaginé el color de su pelo: negro; el de sus ojos: verde oscuro. Hasta su nombre: Manuel. Su carácter: Sereno, reposado, capaz de permanecer inmóvil reclinado sobre su ventana y con la cabeza levantada hacia mí.

Sí, ya lo sé, no era más que un sucedáneo patético, migajas de cariño... pero tras la ruptura con Ángel, aquel admirador en la distancia era para mí como un paño húmedo, en la boca de un sediento.

A veces, al caer la noche, y tras asegurarme de haber visto su silueta, me daba una ducha y salía en braguitas a la terraza a regar las plantas o simplemente a sentarme en la hamaca y ver el atardecer, mientras me dejaba observar.

Llegué incluso a desconectar el teléfono. Ya sabes lo neuras que soy para esas cosas. No habría querido que nada ni nadie interrumpiera aquellos momentos de intimidad en que me entregaba a él.

Analicé una vez más la geografía imposible de mi vecindario, intentando averiguar en qué dirección vivía. Pero con el trazado surrealista de estas calles, saber qué hay más allá del bloque de enfrente es una quimera. No obstante, ello no me impidió seguir disfrutando de aquellos momentos y fantaseando con un encuentro real.

Ay Manuel, Manuel, con lo feliz que me hacía mí Manuel al volver a casa… ¿Qué por qué suspiro? ¿Qué qué pasó? Pues que desapareció de repente de mi vida. Y todo por culpa de Joan.
No, ¡qué va! No fue por los prismáticos. Eso fue una consecuencia, no la causa. Tampoco fue un ataque de celos. Ya sabes que soy una bocazas. Siempre piándolo todo. No sé por qué se me ocurrió explicarle nada a Joan. Vino un domingo a tomar el vermú en mi terracita y como siempre, me puse a contarle las novedades: que si mira este cactus, le ha salido un hijito, mira aquel otro qué flor más bonita que tiene… y cual mariposa de flor en flor, le hablé del gato, de la vecina de abajo, de su hijo que está macizo y sale a regar sin camiseta,… ¡ay que sólo de pensar en él me altero! Para éste lo de los prismáticos no es demasiado práctico; se notaría demasiado. Él en la terraza de abajo y yo aquí arriba con los prismáticos, jajajajaja…¡que no, que no, que ya estoy desvariando otra vez! A éste mejor lo disfruto al natural y, si se deja, le sigo dando conversación, para fomentar las relaciones de vecindario y dejar la puerta abierta, que nunca se sabe.

Volviendo al vermú. Aquel día hacía una mañana radiante, de esas limpias en las que se ve el cielo transparente. Puse unas olivitas rellenas de anchoas para acompañar (¡umm que ricas!), y unas patatas fritas, de las de bolsa, que son un vicio y con el vermú pasan de coña. Joan me hablaba de sus historias, de lo pesada que está Marina con lo de ir a vivir juntos, de la prima de Eva (a quien lleva tirándole el tejo desde hace algún tiempo…) De sus líos en general, ya sabes cómo es. Por cierto, de todo lo que te estoy contando tú ni mu, que si se entera de que te lo he dicho me mata.

El caso es que empezó como siempre a meterse conmigo, que últimamente no sales, que desde lo de Ángel te has encerrado en ti misma y eso no es bueno, que necesitas algún amante para distraerte… Y claro, cómo iba yo a poder callarme lo más bonito que me ha pasado últimamente. Porque el vecinito, no nos engañemos, es pura fantasía y no lleva a ninguna parte, bueno, lo que se dice llevar, me lo llevaría de mil amores hasta mi cuarto, pero vamos, que no es lo mismo, que una historia bonita como la de Manuel se vive en contadas ocasiones: esa conexión a pesar de la distancia, ese hablarse sin palabras,…

Así que imagínate la escena. Puse cara interesante y le dije: "¡qué sabrás tú de mi vida amorosa! Y claro, como me conoce desde hace mucho, me pilló al vuelo y me empezó a acosar a preguntas. Y yo, que ya iba por el segundo vasito de vermú, empecé a divertirme con la cosa y a reírme a carcajadas, hasta que no pude más y mi boca fue más grande que mi voluntad. Se abrió sin hacerme caso y le dije: "tengo un lío con un vecino". "¿El jovencito?" "¡Noooo, bobo! Algo más serio." "¿Quién? ¡Venga! ya estás cantando".

Y vaya si canté. Primero lo hice sentar a mi lado (pues él estaba de espaldas a la barandilla), pegué mi cabeza a la suya, para tener la misma perspectiva y le señalé la ventana en la que, a pesar del contraluz, se podía intuir la silueta de Manuel. Yo ya hacía rato que lo tenía controlado, sentía sus ojos clavados en mi escote y me estaba poniendo a cien.

Joan se giró hacia mí un tanto perplejo. Sin tener muy claro si le estaba tomando el pelo o si la cosa iba en serio. "A ver Laura ¿qué es exactamente lo que se supone que debo ver allá a lo lejos? ¿Qué tiene esto que ver con tu nuevo ligue? ¿Quién es? ¿Cómo lo conociste?"
"Pues aquí. En la terraza. Yo le miro, él me mira… Es un amor a distancia." Palabras que sólo pude pronunciar entre carcajadas y roja como un tomate. No podía parar de reírme, por lo cómico de la situación, por la cara que estaba poniendo Joan y porque, para qué te voy a mentir, al oírme en voz alta explicando el poco contenido de mi reciente historia, empecé a sentirme algo ridícula. Y como quiera que el vermú se me había subido a la cabeza, me reía y reía sin parar y Joan me seguía divertido, pensando que todo aquello era una broma de las mías.

Te digo una cosa: ojalá no hubiera sido tan cabezota como soy y hubiera dejado el tema ahí, como una simple ocurrencia. Pero no, yo tuve que ir más lejos y se me ocurrió defender la legitimidad de mi aventura. Porque como tú comprenderás, en esta época en que está de moda eso de ligar por internet sin ni siquiera saber si el espécimen que tienes al otro lado de la pantalla está contrahecho, si tiene mujer, si le fatan dientes, sin tener ni siquiera una edad o un trozo de piel para calcularla…, ¡nada! Pues no veía yo qué podía tener de censurable o de ridícula mi historia de amor. A fin de cuentas, el lenguaje visual y de códigos funcionaba a las mil maravillas con Manuel. Porque si no ¿a qué venía tanto juego de encender y apagar la luz para hacerse ver y tanto quedarse oteando siempre a la misma hora? Además nunca habíamos discutido por nada, ni nos habíamos faltado al respeto. Cuando el apagaba y encendía la luz de su ventana. Yo hacía lo propio con la mía. Muchas parejas quisieran armonía semejante…

Con argumentos similares y sentada en la terraza debatía estas teorías con Joan, quien relajado tras la catarsis de las carcajadas, se puso serio y protector conmigo, como de costumbre, y volvió al ataque con lo de que tenía que salir más etc, etc. ya te conoces la historia y no te voy a aburrir con repeticiones, sólo diré que su discurso dio para un tercer vaso de vermú.

Finalmente, se dio por satisfecho, al creerme convencida de la inutilidad de un amante en una ventana lejana (personalmente yo sigo defendiendo que Manuel me dio más alegrías que muchos otros de carne y hueso). Y dado que ya no tenía nada que temer al respecto, pudo más su curiosidad que su lógica aplastante y se volvió a sentar a mi lado para observar detenidamente al tal Manuel. A fin de cuentas el hombre no se había portado mal conmigo.

Para ese entonces Joan tenía de nuevo una sonrisa en los labios. Volví a juntar mi cabeza a la suya y a señalar en la distancia. "¿Ves aquel edificio que tiene tres antenas?" "Creo que sí. ¿El que sobresale por encima de cartel publicitario?" "Sí. Con la fachada ligeramente mirando hacia la montaña?" "Bien, lo veo. Pero sigo sin ver a ningún tío en ninguna ventana" "¿Pero cómo que no lo ves? Es en el último piso. La segunda ventana empezando por la izquierda." "¿La que está al lado del toldo con rayas?" "¡Sí, esa! ¿Pero no lo ves? ¡Mira! Si acaba de moverse. Creo que hay alguien a su lado. "¡Laura!" "¿Qué?" "Ya sé qué voy a regalarte para tu cumpleaños". "¡No me cambies de tema! ¿Lo ves o no lo ves?" "Laura, voy a regalarte unos prismáticos" "Joan, ¡estás como una regadera!" "Yo estaré como una regadera, pero a ti te dejaron fatal de la operación de miopía".

Llegado a este punto Joan hablaba muy en serio, aunque apenas podía reprimir las ganas de reírse y yo estaba empezando a mosquearme, pues no acababa de entender el objeto de aquella conversación surrealista. Fue en ese momento cuando le oí decir las palabras que iban a cambiarlo todo radicalmente: "Laura, eso que hay en esa ventana no es un hombre, es una planta." "¡Vete a la mierda, Joan! ¿Cómo va a ser una planta?" "Te juro Laura que es una planta." "¿Entonces los juegos de luces?" "Acaso tú no enciendes y apagas la luz de tu cocina según entras o sales en ella?" "Sí, supongo… Pero, entonces ¿cómo es que sólo está ahí de vez en cuando?" "Es una planta de interior, lo sacan sólo para regarlo."

Y así fue como despareció Manuel, engullido por el desagüe de una terraza lejana. Francamente, una despedida con muy poco glamour. Bueno, desapareció Manuel-hombre, pero aún disfruto de Manuel-Ficus. Es un ejemplar magnífico que ya quisiera yo en mi terraza (gracias a los prismáticos puedo verlo en todo su esplendor). Además el chico que lo cuida, Marc, no está nada mal. ¿Te he dicho que siempre que sale a regar aprovecha para encender y apagar la luz mientras mira hacia aquí? Yo, por si acaso le voy respondiendo.

16 enero 1997

IRENE EN NEGATIVO

Héctor coge el papel y lo sumerge en la primera cubeta. Remueve el líquido con paciencia hasta que del papel asoman unas manchas que se obscurecen para formar una silueta definida: el rostro de Irene, su única modelo y amante.

Sus ojos están ya acostumbrados a ver con el tono rojizo de la única luz que hay en el laboratorio. Pinza el rectángulo de papel, escurre el líquido y repite el proceso en las siguientes cubetas.

Hace meses que Irene abandonó el estudio que ambos compartían. Se marchó una mañana mientras Héctor trabajaba en su cuartito oscuro de luz roja. Cuando después de varias horas salió, Irene había desaparecido con sus cuatro cosas. Y las más de cien fotos que él le hiciera, que decoraban las paredes, estaban hechas pedazos por el suelo.

Irene sonriendo. Irene después de hacer el amor. Irene peinándose al sol. Irene de rodillas buscando un anillo. Irene en la ducha. Irene dormida. Irene furiosa contra la cámara...

Héctor escogió otro negativo y se preparó para ampliar otra de sus imágenes: Irene salpicando entre las olas. La recordó, como de pasada, diciéndole "Estoy cansada de que idolatres mi imagen mientras me ignoras. ¡Mírame a mí, la de carne y hueso!".

De nuevo el proceso. El papel se sumerge en el líquido mágico que es capaz de recrear a Irene al margen de ella. Héctor espera la aparición de las manchas oscuras, mientras va removiendo.

Nunca llegó a comprender que su espíritu era libre. Que se ahogaba de verse a sí misma repetida hasta el infinito en las paredes, en el techo, en los espejos. Que cada trocito de papel Irene se revelaba secretamente contra las dimensiones precisas, contra ese encuadre escogido.

El papel se ha ido dibujando bajo el líquido con tonos grises, negros y blancos que permanecen inmutables. Aparece el mar, las olas detenidas en un punto imposible. ¿Dónde está Irene?

Héctor pinza la foto y la levanta por una esquina para escurrir el líquido de revelado. No ve la imagen de Irene. Mira en la cubeta por si se hubiera desprendido. La foto sigue escurriendo. La deja caer en la siguiente cubeta.

Incrédulo se acerca a la ampliadora. El negativo continúa en su sitio. Lo extrae. Lo revisa. Ve una Irene burlona que ríe a carcajadas mientras lanza las olas hacia Héctor que le hace la foto, hacia Héctor que revela en su cuartito oscuro de luz roja. Hacia un Héctor que busca la imagen de Irene en las cubetas de revelado y sólo encuentra olas excitadas por el movimiento de sus manos, por el líquido de revelado. Unas olas que han decidido seguir rompiendo y que preparan un oleaje en la cubeta. Marejada sobre Héctor.

Irene sonríe escondida tras la lamparita roja.