Madrugada de tormenta en la ciudad. Daniel bosteza. Se sienta en la cama. Se pone las zapatillas y las arrastra hasta el baño. Abre el grifo de la ducha y deja correr el agua hasta que sale humeante. Mientras tanto, lava sus dientes con desgana y observa los surcos de sus ojeras en el espejo. Acto seguido, se enjuaga la boca y escupe las palabras acumuladas en soledad que, camufladas con la espuma, hacen un remolino y se pierden por el desagüe.
Se oye un trueno a lo lejos. Apoya ambas manos sobre la pica y se mira de frente. Otra madrugada de invierno se ha hecho hueco entre las decepciones que atesora sobre sus hombros. Ya en la ducha, dirige la presión del agua a la parte superior de su espalda; trata de deshacer con calor, el rosario de contratiempos que clava sus cuentas entre sus escápulas, pero apenas le reconforta.
Al salir de la ducha, el espejo húmedo le devuelve un yo desenfocado con el que se identifica. Por un momento, imagina otro rostro acompañándole tras la bruma y recobra algo de fuerza para enfrentarse al mundo. Con el albornoz atado a la cintura se dirige al comedor. El cielo plomizo salpica con lágrimas la cara externa de los cristales, disimulando el vaho de tristeza que los tiñe por dentro. Con una de las mangas afelpadas abre un hueco en la superficie del cristal y se asoma. A través de los restos de humedad, la realidad aparece desafinada. “No hay realidades limpias” piensa para sí. Y siente un tímido deseo de abrirse de nuevo al mundo. Entonces un relámpago impacta en sus retinas, siente un escalofrío y piensa: “tal vez mañana”.
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