12 diciembre 2009

Redes

El día en que Roger canceló su blog y su cuenta de Facebook, yo había ido de compras y miraba de reojo mi trasero en el espejo de un probador.

“Te queda perfecto.” Mintió la vendedora. Ignoré su comentario y me probé otra prenda.

Roger también dio de baja su número de móvil. No pude contactar con sus amigos en busca de pistas. Se desvanecieron con su cuenta de Facebook.

Intenté hablar con el FBI por si le habían incluido en algún programa de protección de testigos, pero como no hablo bien inglés, no conseguí pasar de centralita.

Entonces probé a llamar a la Audiencia Nacional, por si me podían pasar con el juez Garzón que suele estar al día de todo. Pero una señorita muy amable me explicó que no era buena hora, que estaba todo el mundo desayunando (incluido el juez). Añadió que de todas formas andaba muy liado estos días con no sé que tramas de corrupción y que probablemente no podría llamarme. Se disculpó por no facilitar más detalles ya que se trataba de un asunto de máxima confidencialidad y no quería jugarse el puesto de trabajo hablando demasiado. No obstante, antes de colgar me dio su cuenta de Twitter, desde la que aseguró narrar todos los detalles del caso, minuto a minuto, y con pseudónimo. Resto del texto en Libro de Notas

07 diciembre 2009

Una caries de infarto

Me sienta en un sillón reclinable y me pone un babero. Lleva mascarilla para no respirar sobre mi boca abierta.
-Ábrala un poco más, por favor. Eso es. Perfecto.
Tengo un haz de luz enfocando directamente a la cara y me ha puesto un tubo bajo la lengua que me está succionando hasta las ideas. Mi mandíbula está a punto de desencajarse y no sé dónde colocar la lengua.
Sus movimientos son lentos. Ha mirado el instrumental en varias ocasiones, como un conductor novel que se sienta al volante. Me dan ganas de salir corriendo. Pero temo que el aparatito que absorbe se haya enganchado a una de las venas que hay bajo mi lengua y no me atrevo a moverme. Si he de desangrarme, prefiero que no sea bajo su tutela.
-Si le duele, levante la mano.
Sí que me duele. Pienso. Pero no en la boca.
Resto del texto en LdN

04 diciembre 2009

Brotes psicóticos


“Buenas tardes, Dr. Camps. Soy José Sánchez, el doctor a cargo de esta investigación. Acompáñeme por aquí, por favor.”
Camps le siguió a lo largo de un pasillo que contenía habitaciones a ambos lados. Sus pasos resonaban desacompasados y erráticos.
“Detectamos el primer caso hace algunas semanas.” Comentó Sánchez sin mirar a su interlocutor. “Desde entonces, se han multiplicado.”
“Entiendo.” Dijo Camps.
Pasaron de largo dos puertas más, acompañados por el sonido de sus respectivos pasos y la respiración rasposa de Camps.
“Hemos establecido protocolos de seguridad” continuó Sánchez “para evitar un contagio masivo.”
Se detuvo ante una de las puertas y marcó un código. Ésta se abrió emitiendo un breve chasquido y dejando al descubierto un habitáculo de escasas dimensiones y luz.
“Con su permiso pasaré primero, mientras sus ojos se acostumbran a la penumbra.” Apuntó Sánchez.
Camps le siguió. El habitáculo estaba amueblado únicamente por unas sillas alineadas que miraban hacia la pared derecha.
“Tenga la amabilidad.” Dijo Sánchez, señalando una de las sillas. Acto seguido tomó asiento en la contigua, pulsó un interruptor y la pared comenzó a cambiar de aspecto hasta volverse transparente.
Al otro lado podía verse un grupo de hombres con camisa de fuerza y sentados en semicírculo. Frente a ellos, y de espaldas a los doctores, una mujer con el pelo recogido y bata blanca tomaba notas en un cuaderno.
“Asisten a su terapia de grupo semanal.” Señaló Sánchez. Los números en las camisas facilitan la identificación de los asistentes a la sesión.
El paciente que ostentaba el número 1 en su camisa de fuerza, se quedó mirando fijamente hacia los doctores y arqueó una de sus cejas.
Camps carraspeó nervioso. “No tema, no pueden verle ni oírle.” Indicó Sánchez.
Los comentarios de los pacientes llegaban nítidos a través de un sistema de audio. Número 4 repetía: “No puedo dejar de ver su imagen, ese asesino de masas comulgando.”
“Según figura en el informe, este brote psicótico afecta a varones mayores de 45 años de edad que se dedican a la política, sin distinción de partido o ideología. Es como si la mente de estos pobres hombres se hubiera quedado encallada en algún suceso traumático y, desde entonces, no paran de revivir sus miedos una y otra vez, habiendo perdido por completo noción de la realidad y del presente.”
Camps carraspeó.
“Podrá imaginarse el interés de la Cámara por detener este cuadro psicótico cuanto antes.” Dijo Sánchez.
“Imagino”. Respondió Camps.
Número 2 hacía abdominales sin parar y apenas vocalizaba. “Tienen armas de destrucción masiva. Mil quinientos, mil quinientos uno… mil seiscientos. ¡Arffff! ¡Váyase señor González! Mil novecientos noventainueve. Dos mil.”
Sánchez prosiguió con los detalles: “El gobierno ha destinado una partida presupuestaria de emergencia, para la búsqueda de un antídoto. Tenemos a los mejores investigadores del país trabajando día y noche. En su momento, barajamos también la hipótesis de un ataque terrorista selectivo. Pero en seguida fue descartada.”
Número 3 parecía repetía una y otra vez: “¡Com caigui l’Estatut, atacaremos la sentencia.”
“Este, además de las obsesiones típicas, tiene problemas de habla. A ratos ni se le entiende.” Mencionó Sánchez.
“Interesante”. Observó Camps tras aclararse de nuevo la voz.
Hay otro rasgo que todos los afectados comparten y es el que más nos inquieta, a mí en especial: Su nombre de pila empieza, invariablemente, por el apelativo José.
“Curioso” musitó Camps. Y acto seguido añadió: “¿Y número 1? ¿Qué puede decirme de él?”
Número 1 llevaba rato mirando al infinito, con una mueca por sonrisa.
“¡Ah sí! número 1…” Murmuró Sánchez. “Es el caso más serio de todos. Cambia sus obsesiones con bastante frecuencia. Hace un par de semanas le dio por los insectos y hablaba de alacranes día y noche. Ahora debe estar visualizando plantitas. Hace días que sólo habla de brotes verdes…”