Cada vez que me cruzaba con Alejandro, mi pulso se aceleraba. Por eso, cuando aquella mañana lo vi bajando Rambla Catalunya, sentí que mi corazón iba a salir corriendo tras de él. Pero sé que no lo hizo, aún lo oigo de vez en cuando palpitar en mi pecho, apagado y triste, pero conmigo.
Allí permanecimos inmóviles por unos instantes, mi perturbado músculo y yo, sentados tras la vidriera de una cafetería mientras Alejandro transitaba con el paso ligero, las manos en los bolsillos y una bufanda enroscada en el cuello, ajeno a las pulsiones que generaba muy cerca de allí.
En el libro de sus amores, yo ya era historia. Al menos, eso pensaba yo. Todo lo acontecido entre nosotros se difuminaba entre las nieblas del tiempo y un olvido indolente, cuyo principal causante era una desgana existencial por su parte y volitiva por la mía.
Pasé por su vida de reojo, que era la única forma en que sabía relacionarme con los hombres recientes. La intimidad la reservo para aquellos que sobreviven al terror de mis miedos primigenios, que, en el fondo, no diferían tanto de los suyos. Creo que era eso precisamente, lo que nos ayudaba a sentirnos un poco cómplices. Éramos como náufragos que van a parar a la misma isla pero se esquivan el uno al otro, por evitar el fantasma de un enfrentamiento que pudiera dar al traste con la única posibilidad de relacionarse con otro ser humano.
Así, con esa estrategia de evasión, conseguíamos mantener nuestro amor intacto, a salvo de nosotros mismos, tan probada y tristemente hábiles en la destreza de romper el amor.
Acabé los restos de un café frío y salí a la calle. Por inercia, empecé a caminar en dirección contraria a la que él había tomado, como si al desandar sus pasos pudiera imponerme un olvido, que se había mostrado huidizo y hosco hasta la fecha. Confieso que me recreaba en esos espacios comunes que compartíamos a destiempo, buscando los restos de su presencia reciente en el ambiente.
Por suerte, la realidad y la cordura se me imponían y esos ejercicios delirantes quedaban relegados al rincón de mi alma donde almaceno excentricidades, deseos y desengaños.
Aún no entiendo por qué se acercó a mí; qué oscura voluntad le hizo cruzar el evidente e insultante abismo que siempre se interpuso entre nosotros y que todavía hoy se exhibe como un foso sin puente, infranqueable; transformándolo en una isla amurallada a cuyos pies me hallaba yo, cual cenicienta sin madrina, convertida en estatua de sal por exceso de vanidad.
Lo malo es que era incapaz de retroceder, desandar mis propios pasos y salvarme; en vez de seguir la estela de una isla a la deriva, hundiéndome irremediablemente en la ciénaga de mi propia lástima.
La vida no daba para más en aquellos días. No recuerdo si había sol, tan sólo el frío y la bufanda a cuadros de Alejandro, a pesar de la incipiente primavera.
Yo sobrevivía, como siempre, que es lo que mejor sabía hacer. Y le seguía queriendo, pues por más que me impusiera sus ausencias, no podía dejar de quererle. Mi mundo, forjado al fuego lento de numerosas fatigas, de domingos de encadenada compañía plagada de silencios rancios y de soledades casquivanas, se desdibujaba ante mí. Mirar hacia atrás no tenía sentido, nunca lo había tenido. Pero cuanto más me empeñaba en cerrar a cal y canto los mórbidos recuerdos tras la puerta del olvido, más difícil se me hacía seguir adelante, como si los secretos celosamente guardados para uno mismo, fueran fermentando hasta tirar abajo todas las puertas, aunque sin la fuerza necesaria para escalar sus muros.
Así transcurrían mis días. Me levantaba, escribía, desayunaba, volvía a escribir, lloraba, perseguía su rastro por sus rincones de la ciudad, con la esperanza de incorporarlo de nuevo a mi vida, aún a sabiendas de que aquel tren ya lo había perdido. Al atardecer, regresaba a casa y releía lo escrito. Introducía en el ordenador los embriones de inspiración manuscritos durante el día, deseosos de incorporarse a algún relato.
Algunas veces no comía. Otras, un hambre desproporcionada me obligaba a asaltar la despensa, sin darme tiempo ni a cocinar. Sé que ese hambre, no salía de mi estómago, sino del vacío que empezaba a dividirme en dos y que acabaría por destruir lo poco que quedaba de mí.
Allí permanecimos inmóviles por unos instantes, mi perturbado músculo y yo, sentados tras la vidriera de una cafetería mientras Alejandro transitaba con el paso ligero, las manos en los bolsillos y una bufanda enroscada en el cuello, ajeno a las pulsiones que generaba muy cerca de allí.
En el libro de sus amores, yo ya era historia. Al menos, eso pensaba yo. Todo lo acontecido entre nosotros se difuminaba entre las nieblas del tiempo y un olvido indolente, cuyo principal causante era una desgana existencial por su parte y volitiva por la mía.
Pasé por su vida de reojo, que era la única forma en que sabía relacionarme con los hombres recientes. La intimidad la reservo para aquellos que sobreviven al terror de mis miedos primigenios, que, en el fondo, no diferían tanto de los suyos. Creo que era eso precisamente, lo que nos ayudaba a sentirnos un poco cómplices. Éramos como náufragos que van a parar a la misma isla pero se esquivan el uno al otro, por evitar el fantasma de un enfrentamiento que pudiera dar al traste con la única posibilidad de relacionarse con otro ser humano.
Así, con esa estrategia de evasión, conseguíamos mantener nuestro amor intacto, a salvo de nosotros mismos, tan probada y tristemente hábiles en la destreza de romper el amor.
Acabé los restos de un café frío y salí a la calle. Por inercia, empecé a caminar en dirección contraria a la que él había tomado, como si al desandar sus pasos pudiera imponerme un olvido, que se había mostrado huidizo y hosco hasta la fecha. Confieso que me recreaba en esos espacios comunes que compartíamos a destiempo, buscando los restos de su presencia reciente en el ambiente.
Por suerte, la realidad y la cordura se me imponían y esos ejercicios delirantes quedaban relegados al rincón de mi alma donde almaceno excentricidades, deseos y desengaños.
Aún no entiendo por qué se acercó a mí; qué oscura voluntad le hizo cruzar el evidente e insultante abismo que siempre se interpuso entre nosotros y que todavía hoy se exhibe como un foso sin puente, infranqueable; transformándolo en una isla amurallada a cuyos pies me hallaba yo, cual cenicienta sin madrina, convertida en estatua de sal por exceso de vanidad.
Lo malo es que era incapaz de retroceder, desandar mis propios pasos y salvarme; en vez de seguir la estela de una isla a la deriva, hundiéndome irremediablemente en la ciénaga de mi propia lástima.
La vida no daba para más en aquellos días. No recuerdo si había sol, tan sólo el frío y la bufanda a cuadros de Alejandro, a pesar de la incipiente primavera.
Yo sobrevivía, como siempre, que es lo que mejor sabía hacer. Y le seguía queriendo, pues por más que me impusiera sus ausencias, no podía dejar de quererle. Mi mundo, forjado al fuego lento de numerosas fatigas, de domingos de encadenada compañía plagada de silencios rancios y de soledades casquivanas, se desdibujaba ante mí. Mirar hacia atrás no tenía sentido, nunca lo había tenido. Pero cuanto más me empeñaba en cerrar a cal y canto los mórbidos recuerdos tras la puerta del olvido, más difícil se me hacía seguir adelante, como si los secretos celosamente guardados para uno mismo, fueran fermentando hasta tirar abajo todas las puertas, aunque sin la fuerza necesaria para escalar sus muros.
Así transcurrían mis días. Me levantaba, escribía, desayunaba, volvía a escribir, lloraba, perseguía su rastro por sus rincones de la ciudad, con la esperanza de incorporarlo de nuevo a mi vida, aún a sabiendas de que aquel tren ya lo había perdido. Al atardecer, regresaba a casa y releía lo escrito. Introducía en el ordenador los embriones de inspiración manuscritos durante el día, deseosos de incorporarse a algún relato.
Algunas veces no comía. Otras, un hambre desproporcionada me obligaba a asaltar la despensa, sin darme tiempo ni a cocinar. Sé que ese hambre, no salía de mi estómago, sino del vacío que empezaba a dividirme en dos y que acabaría por destruir lo poco que quedaba de mí.
Alejandro. Mi numen involuntario e ignorante. La inspiración de mis relatos, de mis días, de mis sueños, hasta de mi vida. Leía mis escritos en busca de un ápice de sí mismo, deseoso de hallar alguna huella que atestiguara su paso por mi vida, que él, desde su distancia, creía tan llena de todo menos de él.
3 comentarios:
Me fascina cómo escribes.
Gracias!
Hace unos días que descubrí tu blog y sólo quería felicitarte por escribir tan bien y por crear unas historías tan especiales. ;)
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