Al Sr. Presidente no le permitían llevar MP3’s colgadas al cuello, aunque tampoco la necesitaba. Si se concentraba mucho mirando hacia el infinito, podía oír sus propias voces y en ocasiones hasta algún fragmento de canto gregoriano.
Dadas las circunstancias, no era de extrañar que en sus disertaciones, sus palabras aparecieran vacías y su discurso lento, entrecortado. A ver quién es el guapo que puede decir algo coherente sobre economía o terrorismo mientras oye gorgoritos celestiales.
El Sr. Presidente estaba iluminado. De eso no cabía duda. Tan sólo era necesario ver el brillo acuoso de su mirada, para saber que sus pensamientos estaban más próximos a la iluminación del Altísimo que a las arenas movedizas de la clase política del país.
Por las mañanas, en el mismo instante en que sus ojos percibían el primer rayo de luz daba los buenos días al Sol de su vida y camino de la ducha, gorjeaba, como si al aclarar su voz, pudiera ordenar sus pensamientos.
Instantes después, bajo la alcachofa de chorro abundante sintonizaba el canal celestial, esquivando alguna que otra molesta interferencia: “Gloria Independentzia Deo… Estatut in excelsis Deo…” hasta que POR FIN la recepción era clara: Gloria in excelsis Deo. “Gloria, GLORIA…” repetía él, en medio del éxtasis.
Entretanto, su esposa se preguntaba si valía la pena salir corriendo hasta la ducha para aprovechar su momento de euforia e intentaba no hacerse demasiadas preguntas a cerca del por qué su marido gritaba otro nombre en esos momentos de éxtasis autoinducido.
Tras un rápido recuento de las pocas hormonas que aún se le embravecían, abandonaba de un salto el lecho presidencial y correteaba alegre anticipándose a las glorias que suponía le esperaban en el lavabo.
Pero tan sólo un par de gorgoritos y tres glorias después, la educación religiosa del Sr. Presidente, aunque reprimida en la memoria propia y en la colectiva, regresaba fresca por un resquicio de su memoria y respondía a bocajarro: Et in terra PAX hominibus bonae voluntatis. Y mientras aclaraba el suavizante de su ralo cabello, continuaba reiterativo: PAX, PAX, PAXXXXXXXXXXX.
Y paz era toda la gloria que ella encontraba al abrir la puerta del baño. Paz y al Presidente de la nación y marido suyo, mojado, envuelto en una toalla de felpa blanca, los ojos mirando al infinito y restos de paz en su boca entreabierta.
Ella le miraba con ternura y restos de admiración. Él seguía hablando de alianzas. Ella le cogía la mano y le decía “cariño, la alianza la llevas puesta”. Pero él continuaba, “Alianzas, paztos, pazzz…”
El teléfono suena. Ella deja al Sr. Presidente sentado en el resquicio de la bañera y contesta. “No. Lo siento. El Sr. Presidente tampoco podrá atender hoy sus obligaciones. Sigue indispuesto.”
Dadas las circunstancias, no era de extrañar que en sus disertaciones, sus palabras aparecieran vacías y su discurso lento, entrecortado. A ver quién es el guapo que puede decir algo coherente sobre economía o terrorismo mientras oye gorgoritos celestiales.
El Sr. Presidente estaba iluminado. De eso no cabía duda. Tan sólo era necesario ver el brillo acuoso de su mirada, para saber que sus pensamientos estaban más próximos a la iluminación del Altísimo que a las arenas movedizas de la clase política del país.
Por las mañanas, en el mismo instante en que sus ojos percibían el primer rayo de luz daba los buenos días al Sol de su vida y camino de la ducha, gorjeaba, como si al aclarar su voz, pudiera ordenar sus pensamientos.
Instantes después, bajo la alcachofa de chorro abundante sintonizaba el canal celestial, esquivando alguna que otra molesta interferencia: “Gloria Independentzia Deo… Estatut in excelsis Deo…” hasta que POR FIN la recepción era clara: Gloria in excelsis Deo. “Gloria, GLORIA…” repetía él, en medio del éxtasis.
Entretanto, su esposa se preguntaba si valía la pena salir corriendo hasta la ducha para aprovechar su momento de euforia e intentaba no hacerse demasiadas preguntas a cerca del por qué su marido gritaba otro nombre en esos momentos de éxtasis autoinducido.
Tras un rápido recuento de las pocas hormonas que aún se le embravecían, abandonaba de un salto el lecho presidencial y correteaba alegre anticipándose a las glorias que suponía le esperaban en el lavabo.
Pero tan sólo un par de gorgoritos y tres glorias después, la educación religiosa del Sr. Presidente, aunque reprimida en la memoria propia y en la colectiva, regresaba fresca por un resquicio de su memoria y respondía a bocajarro: Et in terra PAX hominibus bonae voluntatis. Y mientras aclaraba el suavizante de su ralo cabello, continuaba reiterativo: PAX, PAX, PAXXXXXXXXXXX.
Y paz era toda la gloria que ella encontraba al abrir la puerta del baño. Paz y al Presidente de la nación y marido suyo, mojado, envuelto en una toalla de felpa blanca, los ojos mirando al infinito y restos de paz en su boca entreabierta.
Ella le miraba con ternura y restos de admiración. Él seguía hablando de alianzas. Ella le cogía la mano y le decía “cariño, la alianza la llevas puesta”. Pero él continuaba, “Alianzas, paztos, pazzz…”
El teléfono suena. Ella deja al Sr. Presidente sentado en el resquicio de la bañera y contesta. “No. Lo siento. El Sr. Presidente tampoco podrá atender hoy sus obligaciones. Sigue indispuesto.”
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Dicen que desde hace algún tiempo al Sr. Presidente le dictan discursos y opiniones a través de un pinganillo que lleva en la oreja y que puede verse en algunas fotos.
Puede que sólo sea una MP3.
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