Me desperté de madrugada, tras haber soñado con Mundos, un vagabundo que todos los veranos aparecía por el pueblo. Algunos niños corrían dando voces anunciando su llegada: "¡Mundos está en la cantina! ¡Ha llegado Mundos!" Y los demás lo dejábamos todo y salíamos de estampida para oír sus fantásticos relatos y aventuras.
Tenía el cabello y las barbas largos, desaliñados y grises. Era un sabio de uñas color café por fuera y negras por dentro. Su mugre tenía la solera del que acumula vivencias. El cantinero rellenaba de vez en cuando su vaso y él nos explicaba sus andanzas, los sitios que había recorrido, las gentes con las que había hablado... La cantina desaparecía de nuestra vista y quedábamos hipnotizados con sus ojos brillantes de vivencias y de vino. El mundo por aquel entonces se me antojaba muy grande. Habría salido corriendo detrás de él, para vivir de primera mano las aventuras que nos relataba y sentir la vida muy adentro, porque las cosas que pasan sin apenas pasar, nunca merecen la pena.
De vez en cuando, el golpear de las fichas de dominó nos devolvía a la realidad de la cantina. Igual que la madrugada me devolvía al mundo de la conciencia adulta, en el que ya no había dominós, ni pueblos, ni vagabundos. Un mundo en el que apenas había lugar para los propósitos, que se desvanecían inexorablemente con el paso del tiempo.
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