03 abril 2013

CADENCIAS

(Relato seleccionado y publicado en el libro “Tengo una historia para contarte” Ed. GRAFEIN (2012) ISBN: 978-8493799830)

Carlos entró en el aseo. Sola en su habitación, sin tiempo que perder, cogí su cartera y me puse manos a la obra: documentos de identidad, tarjetas, recibos de compras realizadas en diversos establecimientos.

Carlos compartía conmigo la noche de los sábados y un cariño mutilado que me aportaba migajas de afecto y la esperanza de un mañana pleno. Mientras procedía al minucioso registro, sabía que él se afeitaba gracias a los sonidos que tan bien conocía: primero el rechinar de un grifo al abrirse, después el repiqueteo de la cuchilla contra la loza: “tic, tic, tic”. Siempre de tres en tres. Luego cerraba el grifo y, por unos instantes, silencio. Suponía que era durante esos vacíos sonoros cuando la hoja se deslizaba por su cara abriendo una brecha libre de espuma y pelo. A los pocos segundos, el grifo chirriaba nuevamente y le seguían, inevitables, las tres percusiones en la cerámica del lavamanos...

Ese escrutinio de sus enseres era un acto desesperado. Necesitaba saber quién era el hombre que se escondía tras sus rutinas, ese que no me permitía entrar en su vida ni cruzar el umbral de su intimidad.

De fondo, acababa de oírse la mampara de la ducha y la sacudida ronca de un grifo que con su caudal ponía en marcha la caldera. Acto seguido, mientras esperaba que el chorro de agua alcanzase la temperatura adecuada, lo imaginaba poniendo pasta dentífrica en el cabezal de su cepillo eléctrico, cuyo zumbido no tardaba en llegar a través del tabique; lo suponía gozando con el cosquilleo que las sutiles vibraciones del motorcito producían en su cráneo, como si también pudieran eliminar el sarro mental y fortalecer las neuronas. A continuación, chirrido de grifo y repiqueteo del cabezal contra el lavabo, tres veces; entonces, corría de nuevo la mampara y se sumergía bajo el chorro de agua caliente.

Yo aprovechaba esos momentos para buscar vestigios de información que creía me permitirían escapar del limbo afectivo al me había relegado. Mas la tarjeta manuscrita que acaba de hallar en su billetero, lejos de poner fin a esa tortura, abría nuevas incógnitas: “Gracias por la otra noche. Besos. L.” Me llevé una mano al pecho temiendo que mis latidos pudieran escucharse desde la ducha, cuyo caudal (fui consciente en ese instante) había dejado de oírse. La puerta del baño se abrió. Sin apenas tiempo de reaccionar, cerré el billetero y lo deposité sobre la mesita de noche justo antes de que entrara en la habitación.
Aquella mañana, como tantas otras, Carlos me sorprendió con los ojos húmedos. Y, al igual que en otras ocasiones, evitó preguntarme los motivos y no se permitió imaginarse responsable de aquel derrame expresivo del que no quería ser partícipe, ni como instrumento de consuelo.

Su piel desprendía un olor agradable. De espaldas a mí, se vistió deprisa.

–Cuando acabes… estaré en la cocina preparando el desayuno –sentenció, metió la cartera en el bolsillo trasero de su pantalón y salió sin mirarme.

Me enjugué las lágrimas y acabé de vestirme. Las palabras que acababa de leer daban vueltas en mi mente planteándome nuevas incógnitas, consolidando esa soledad semicompartida que se me antojaba amarga, como el café, cuyo aroma perfumaba el espacio y me recordaba que debía apresurarme. Miré mi rostro en el espejo. Por fuera, todo parecía en orden.

En la cocina, Carlos había hecho el desayuno y, sentado a la mesa, leía los titulares de la prensa en su “Tablet PC”. Puse dos dedos de café en una taza y añadí la medida justa de leche y azúcar, para conseguir el sabor apropiado. Supuse que eso era lo que Carlos hacía conmigo, servirse la cantidad precisa de mí, mezclarme con otros ingredientes que endulzaban su vida, pero que agriaban la mía. 

De vez en cuando, se oía el raspar de un cuchillo sobre la superficie del pan tostado o una  cucharilla repiquetear contra la taza, en secuencia de tres. Pensé que podía ser un buen momento para sacarme de la cabeza aquella dedicatoria y ponerla sobre la mesa junto a las tostadas. Quizá untándole un poco de mantequilla y añadiendo la proporción idónea de mermelada, nos sería más fácil hablar de eso y de los otros muchos asuntos que moraban furtivos entre nosotros. Opté por callar.

-Cuando quieras te acompaño a casa –dictaminó, dejando claro así que nuestro tiempo compartido aquel domingo se agotaba.
Con los ojos nuevamente húmedos, recogí las migajas de pan esparcidas por la mesa y puse la vajilla usada en la fregadera. Desde ese ángulo, podía verle de espaldas, concentrado en la pantalla.

Entonces, su espíritu depredador hizo un intento por lubricar, con un hálito de esperanza, la cadena invisible que nos unía y añadió:

-Por cierto, estás guapa, hoy.

Aquella frase desganada y fingida cayó en mi ánimo como una traición, provocando un deseo irreflexivo y redentor al que no opuse resistencia. Tomé un cuchillo de trinchar, lo empuñé con fuerza y se lo hundí en la espalda. 

Tres veces.



21 marzo 2012

Torrefacto


Llevo días soñando con África. Intento apartarla de mi mente, pero la fantasía se me impone al café con leche, esquivando las tostadas.
Sigues durmiendo. Te envidio. No entiendo por qué cuanto más necesito prolongar el sueño, más temprano amanezco con los restos de la noche africana girando ante mis ojos.
Así que decido levantarme. Preparo café.
Entre palabra y palabra me asomo al interior de la taza. Al fondo, mi imagen trémula, mi yo moka. Sus palabras que nunca llegan a la superficie se ahogan en el café, que quizá por eso tiene un sabor amargo.
Es mi yo de color, mi yo africano.
Ya está África imponiéndose de nuevo. Y digo que no, que no quiero soñar ni escribir sobre África, que me sofoca el calor de su horizonte naranja siempre presente.
Desfondo los cajones del recuerdo en busca de indicios, del porqué de esos sueños tribales, de esos ritos.
Y me resisto. Reitero un café con leche que me despierte, pero allí sigo, en el fondo de la taza, esperando. Sin prisa.
Agito la taza para evitar mi mirada. Un diminuto maremoto de café lanza una gota que se estrella en el escrito. África queda sepultada bajo un lodo marrón que desdibuja su frágil silueta de bolígrafo.
Tú sigues durmiendo. Ajeno a las guerras tribales y a los maremotos de café mientras yo me peleo con otro papel virgen que quiere ser continente negro, pero no le dejo. Y sigo dibujando palabras con tal de no mirar mi imagen negra que sigue esperando al fondo de la taza. Por no ver que el borrón de café no ha conseguido acabar con esa palabra obsesiva. Porque quizá no vale la pena luchar contra lo inevitable.
El olor a café interrumpe tu sueño. Me llamas. No respondo. Sólo espero.
Bajas a la cocina. Pan tostado, café con leche. Esta mañana el café tiene un sabor más amargo.
Te digo adios en los labios, con olas de café.

27 febrero 2012

Ingrediente ausente


Antonio se llevó una cucharada de vichyssoise a la boca. Irene, su acompañante, una rubia con la piel cobriza y arrugada, mareaba las hojas de su ensalada de un lado al otro del plato y le miraba de soslayo. Pero él seguía con la mirada perdida en algún punto del local.
Irene trató de captar su atención y dijo:
-Antonio, ¿en qué estás pens…?
Pero antes de que pudiera terminar la frase, un zapato irrumpía en la vichyssoise de Antonio, salpicándole la camisa.
-¡No me lo puedo creer! –expresó éste en voz alta.
Irene emitió entonces un gritito y saltó a su vez de la silla. Ambos miraron hacia el fondo del restaurante, de donde suponían había venido volando el proyectil y donde, desde hacía bastante rato, se escuchaba discutir a una pareja. La mujer acababa de quitarse el otro zapato y amenazaba con golpear con el tacón afilado a su pareja, que trataba de inmovilizarla.
- Te lo vas a tragar igual que yo he tenido que tragarme a tu amiguita ¡cerdo! –gritó enfurecida.
El camarero hizo ademán de acercarse a ellos, pero la mujer comenzó a insultarlo también a él e intentó agredirle con la mano que aún tenía libre, por lo que optó por hablarle a distancia:
-Señora, tranquilícese, por favor. O tendré que llamar a la policía.
-Isabel, por tu padre, que estás dando el espectáculo. Estate quieta o vamos a tener que atarte a una silla, –agregó su acompañante.
-No me digas como tengo que comportarme ¡tú precisamente! –insistía la tal Isabel fuera de sí.
El restaurante albergaba diez o doce mesas cuyos comensales sin excepción miraban en dirección a la disputa. En una de ellas, un grupo de hombres con traje y corbata se ponían en pie y solicitaban la cuenta.
La mujer, desencajada, prosiguió:
-Como no me sueltes el brazo, juro que te denuncio por maltrato.
Acto seguido, contorsionó el torso tratando de librarse de las manos que la sujetaban. El forcejeo hizo tambalear el reserva que habían estado bebiendo hasta entonces, cayó al suelo haciéndose añicos y salpicó las mesas colindantes con una lluvia burdeos.
Los hombres trajeados solo podían alcanzar la salida pasando junto a la mesa de la discordia, pero no eran partidarios de intervenir en asuntos domésticos y menos de poner en riesgo sus costosos trajes, por lo que decidieron recular y permanecer un rato más sentados a la mesa.
El estruendo de la botella contra el suelo había alertado a los empleados de cocina que asomaban la nariz, justo a tiempo de ver cómo la mesa y el resto de su contenido se volcaba sobre el hombre objeto de la agresión, que aún seguía sujetando por las muñecas a la desquiciada mujer, como único medio de evitar el tacón que amenazaba con abrirse camino en cualquier lugar de su anatomía.
-¡Que alguien me ayude a sujetarla! ¡Por dios! –inquirió al fin, pero nadie acudió en su auxilio.
-Yo creo que lo mejor es llamar a la policía, –adujo el camarero desde una distancia prudencial.
-¡Ya puedes ir despidiéndote de todo lo que tienes! ¡Te voy a dejar más pelado de lo que estabas cuando te casaste conmigo…! –Bramaba ella.
Una pareja de jubilados extranjeros se miraba entre sí incapaces de articular palabra, como si aquella exaltación les estuviera agrediendo en lo más íntimo. 
Por el contrario, Antonio e Irene, conscientes de que no iban a conseguir otra vichyssoise para cenar en un tiempo razonable, habían decidido reírse de la situación. Él se había puesto de rodillas y, con el zapato en la mano, fingía ser un príncipe en busca de su cenicienta. Irene que al principio celebró encantada la ocurrencia, no tardó en molestarse de forma ostensible al ver que su pie no encajaba en el diminuto zapato que le ofrecía su pretendiente.

Antonio, por el contrario, lejos de amilanarse por ese ligero contratiempo, siguió interpretando su papel de mesa en mesa, arrodillándose una tras otra, ante todas las féminas del restaurante.
Irene estaba contrariada, tenía hambre y se estaba poniendo celosa por momentos, elementos que por separado habría controlado sin problemas, pero que, combinados, la habían convertido en una bomba de relojería dispuesta a cualquier cosa por recuperar su cuota de protagonismo. Entonces, decidió poner fin al entuerto del único modo en que creía iba a ser posible: de mujer a mujer y con las mismas armas. Se descalzó, tomó un stiletto en cada mano y corrió hacia la mesa donde aún se disputaba la batalla campal.
Isabel se quedó helada al ver a Irene aproximarse hacia ella empuñando ambos zapatos y trató de esquivarla pero, como quiera que su pareja la tenía inmovilizada por los brazos, fue un blanco fácil para Irene quien le clavó uno de sus afiladísimos tacones en el antebrazo. Isabel profirió un grito desgarrador que pasó desapercibido, pues el resto de comensales se había acostumbrado ya a sus alaridos y había dirigido su foco de atención a los juegos de seducción de Antonio.
Tan solo el marido de Isabel se estremeció al ver otro tacón de aguja hundiéndose en la carne de su mujer. Sólo entonces tuvo a bien soltarla. Acto seguido, miró en dirección a Irene a tiempo de percibir otro zapato acercándose a su rostro y un dolor agudo en el ojo derecho.
Las dos mujeres se habían enganchado del pelo y gritaban como posesas tratando de eliminar a golpe de tacón a su oponente. El forcejeo les hizo resbalar y caer al suelo, donde su lucha se volvió un cuerpo a cuerpo salvaje entre cristales y manchas burdeos empapando sus prendas.
Irene reiteraba el nombre de Antonio con insistencia, pero él seguía con la mirada perdida en el infinito.
-¡Antonio! –repitió y, en esta ocasión, le zarandeó el antebrazo para obligarle a mirarla.
Sólo entonces, Antonio dirigió su vista a la Vichyssoise primero, a Irene, después y murmuró:
-¿Eh? Qué ocurre?
-Antonio, ¿en qué estás pensando? –Insistió Irene.
-En nada en particular… a esta vichyssoise le falta algo…

23 febrero 2012

Sentenciados


Gracias a su habilidad untando gobernantes de tres al cuarto, Eleuterio Román había conseguido hacerse con varios terrenos en la Costa del Sol que habían engordado sus cuentas y sus bolsillos.
Pero ese mismo dinero con el que había evitado traiciones y comprado momentos de gran intensidad erótica, había resultado estéril a la hora de sobornar a la magistrada que se hallaba frente a él, a punto de dictar sentencia condenatoria en su contra.
“Tenía que haber sido cineasta o escritor.” Pensó, mientras trataba de imaginar cómo sería el color del cielo a través de los barrotes de una celda.
No escuchó el veredicto que le inculpaba. Perdido en sus divagaciones, hilvanaba la trama de su primer thriller, en el que una jueza incorruptible aparecía muerta en extrañas circunstancias, en los lavabos del juzgado.

18 febrero 2012

Deshechos


Como tantas otras noches, Miguel saca a pasear al perro. Al tomar el ascensor, un inconfundible hedor a basura le golpea. En el suelo hay restos orgánicos y pequeños charcos de un líquido blanco que parece leche. Toma a Matt en brazos y pulsa el botón de planta baja. El recorrido se le hace eterno en ese ambiente viciado. Matt se remueve inquieto. No le gusta que le cojan en brazos.
La cabina se detiene en la planta cuarta. Se abren las puertas. Una mujer nerviosa y colorada arruga al instante la nariz y exclama: “¡Uy!” Miguel hace un comentario sobre los desechos que cubren el suelo, exculpándose al instante de los efluvios que la inundan. Ella asiente y ríe. Su risa es como un gas nervioso, desacompasada, insistente. Se mete por las rendijas del cuerpo y no te deja pensar.
Matt ladra. Difícil saber si le molesta más el perfume denso de la mujer o el desagradable olor que les acompaña. Quizá sea la combinación de ambos o la risa nerviosa de la mujer colorada que a veces se interrumpe para dejar paso a una muletilla insistente, “¡Ay! ¡A ver si llegamos enteros abajo!” Y de nuevo ríe. Y luego vuelve otra vez a la muletilla…
Por suerte, aunque pudo parecerlo durante unos segundos, la eternidad de esos instantes no dura para siempre. El ascensor llega a la planta baja, las puertas se abren y Matt salta de los brazos y corre hacia la calle. Miguel le sigue. Pasean hasta la avenida peatonal donde un músico ambulante adorna, con las notas tristes de su acordeón, los ladridos de Matt que se acerca a olisquear las escasas monedas que contiene el sombrero del músico. Miguel tira de la correa. Matt protesta con un ladrido lastimero.
A lo lejos, la vecina colorada se aleja con pasos cortos y rápidos, balanceando todo el cuerpo. Matt se entretiene en cada esquina, marca árboles, examina hocicos y genitales de otros canes que se cruzan en su deambular sereno.
Mientras la noche cae, Matt explora el mundo y Miguel se despoja de lo accesorio, recuperando su esencia en cada paso antes de regresar al cajón que les devolverá cable arriba, al confort del hogar.

12 febrero 2012

Divergencias


Jaime es especialista en laringología y duerme profundamente. Le gusta dormir solo y expandirse por toda la cama.
Carlos sufre de insomnio y le gusta compartir colchón. Le molesta que Mercedes no quiera quedarse a dormir con él, con la excusa de que ronca.
Mercedes se acuesta sola, aunque fantasea con hacerse un hueco en la cama de Jaime, quien a veces se despierta sobresaltado, soñando que comparte edredón y que aparece otro cepillo de dientes en su lavabo. Las noches en que eso ocurre, se levanta a oscuras y, medio dormido, hace recuento de los cepillos de dientes. Luego vuelve a su cuarto y se acuesta de nuevo satisfecho.
Carlos da vueltas y más vueltas en la cama. No consigue pegar ojo y se pregunta ¿cómo es posible roncar si ni siquiera puede dormir?
Un día de estos irá al laringólogo.

07 febrero 2012

Tal vez mañana


Madrugada de tormenta en la ciudad. Daniel bosteza. Se sienta en la cama. Se pone las zapatillas y las arrastra hasta el baño. Abre el grifo de la ducha y deja correr el agua hasta que sale humeante. Mientras tanto, lava sus dientes con desgana y observa los surcos de sus ojeras en el espejo. Acto seguido, se enjuaga la boca y escupe las palabras acumuladas en soledad que, camufladas con la espuma, hacen un remolino y se pierden por el desagüe.
Se oye un trueno a lo lejos. Apoya ambas manos sobre la pica y se mira de frente. Otra madrugada de invierno se ha hecho hueco entre las decepciones que atesora sobre sus hombros. Ya en la ducha, dirige la presión del agua a la parte superior de su espalda; trata de deshacer con calor, el rosario de contratiempos que clava sus cuentas entre sus escápulas, pero apenas le reconforta.
Al salir de la ducha, el espejo húmedo le devuelve un yo desenfocado con el que se identifica. Por un momento, imagina otro rostro acompañándole tras la bruma y recobra algo de fuerza para enfrentarse al mundo. Con el albornoz atado a la cintura se dirige al comedor. El cielo plomizo salpica con lágrimas la cara externa de los cristales, disimulando el vaho de tristeza que los tiñe por dentro. Con una de las mangas afelpadas abre un hueco en la superficie del cristal y se asoma. A través de los restos de humedad, la realidad aparece desafinada. “No hay realidades limpias” piensa para sí. Y siente un tímido deseo de abrirse de nuevo al mundo. Entonces un relámpago impacta en sus retinas, siente un escalofrío y piensa: “tal vez mañana”.

04 febrero 2012

El sinsentido del olfato


Elena tiene poca memoria para los rostros. Sin embargo, tiene un olfato prodigioso y jamás olvida los olores. A menudo le gustaría poder hacer como los animales, cerrar los ojos y acercarse al cuello de los demás para hacer un chequeo olfativo y registrar cada detalle en su memoria.
No puede viajar en metro, odia los ascensores y los sitios cargados de humo. Y, como es de esperar, se enamora por la nariz.
Suele proponer un cine en sus primeras citas. De ese modo, puede cerrar los ojos y abstraerse por completo, mientras su pituitaria trabaja sin despertar excesivos recelos. A veces, alguna de sus citas la ha pillado in franganti con los ojos cerrados y abriendo las aletas de la nariz. 
A los cinco minutos de proyección, suele tener claro si dará una oportunidad a su cita o si fingirá un sms urgente, recibido en silencio, para salir corriendo hacia otros aires más afines. Pero en esta ocasión, Damián, su acompañante, ha pasado el test olfativo y se imagina pasando a la siguiente e inevitable fase de conversación anodina, liderada por las hormonas. Sin embargo, vuelve a casa sola.
En el asiento posterior del taxi, saborea el registro olfativo de Damián y piensa: “Lástima que recibiera un sms urgente durante la proyección y haya tenido que irse.”


31 enero 2012

La hojarasca


El otoño tardío había desnudado los árboles. Arrastraba sus pies bajo el manto de hojas muertas, añorando la primavera olvidada en algún rincón de su vida.
A cada paso, una queja, un adiós decrépito.
La brisa del norte clavaba mil agujas en su rostro exhausto, congelando el curso de sus lágrimas vírgenes.
Era tal vez, una tarde de otoño. Y era, quizá él, quien lloraba en silencio por alguien que apenas ya recordaba. Recordaba, eso sí, las hojas caídas; el ruido de sus pasos cansados; la escarcha en su corazón; Y el golpe de aire seco que levantó un murmullo en el suelo, convirtió su mirada en hielo y despeinó sus cabellos de invierno, desprendiendo el último recuerdo que de ella le quedaba.
Así fue como el viento se la arrancó de la memoria y la enterró en la hojarasca.
Desde entonces, mira siempre hacia el suelo y escucha atentamente el murmullo de las hojas por si escucha de nuevo su voz o ve sus manos revolviendo entre la hojas.