21 marzo 2012

Torrefacto


Llevo días soñando con África. Intento apartarla de mi mente, pero la fantasía se me impone al café con leche, esquivando las tostadas.
Sigues durmiendo. Te envidio. No entiendo por qué cuanto más necesito prolongar el sueño, más temprano amanezco con los restos de la noche africana girando ante mis ojos.
Así que decido levantarme. Preparo café.
Entre palabra y palabra me asomo al interior de la taza. Al fondo, mi imagen trémula, mi yo moka. Sus palabras que nunca llegan a la superficie se ahogan en el café, que quizá por eso tiene un sabor amargo.
Es mi yo de color, mi yo africano.
Ya está África imponiéndose de nuevo. Y digo que no, que no quiero soñar ni escribir sobre África, que me sofoca el calor de su horizonte naranja siempre presente.
Desfondo los cajones del recuerdo en busca de indicios, del porqué de esos sueños tribales, de esos ritos.
Y me resisto. Reitero un café con leche que me despierte, pero allí sigo, en el fondo de la taza, esperando. Sin prisa.
Agito la taza para evitar mi mirada. Un diminuto maremoto de café lanza una gota que se estrella en el escrito. África queda sepultada bajo un lodo marrón que desdibuja su frágil silueta de bolígrafo.
Tú sigues durmiendo. Ajeno a las guerras tribales y a los maremotos de café mientras yo me peleo con otro papel virgen que quiere ser continente negro, pero no le dejo. Y sigo dibujando palabras con tal de no mirar mi imagen negra que sigue esperando al fondo de la taza. Por no ver que el borrón de café no ha conseguido acabar con esa palabra obsesiva. Porque quizá no vale la pena luchar contra lo inevitable.
El olor a café interrumpe tu sueño. Me llamas. No respondo. Sólo espero.
Bajas a la cocina. Pan tostado, café con leche. Esta mañana el café tiene un sabor más amargo.
Te digo adios en los labios, con olas de café.

1 comentario:

Anónimo dijo...

RS
El colombiano tiene un efecto similar, y lo inevitable para algunos es depender de la cafeina como dependemos de nuestros sentimientos.