31 enero 2012

La hojarasca


El otoño tardío había desnudado los árboles. Arrastraba sus pies bajo el manto de hojas muertas, añorando la primavera olvidada en algún rincón de su vida.
A cada paso, una queja, un adiós decrépito.
La brisa del norte clavaba mil agujas en su rostro exhausto, congelando el curso de sus lágrimas vírgenes.
Era tal vez, una tarde de otoño. Y era, quizá él, quien lloraba en silencio por alguien que apenas ya recordaba. Recordaba, eso sí, las hojas caídas; el ruido de sus pasos cansados; la escarcha en su corazón; Y el golpe de aire seco que levantó un murmullo en el suelo, convirtió su mirada en hielo y despeinó sus cabellos de invierno, desprendiendo el último recuerdo que de ella le quedaba.
Así fue como el viento se la arrancó de la memoria y la enterró en la hojarasca.
Desde entonces, mira siempre hacia el suelo y escucha atentamente el murmullo de las hojas por si escucha de nuevo su voz o ve sus manos revolviendo entre la hojas.

29 enero 2012

Con estilo


Las aglomeraciones son un arma de doble filo para Pablo. A veces, le proporcionan una idea sobre la que escribir, un hilo conductor del que luego tira hasta desmadejar un relato. Pero la gente, más temprano que tarde, acaba por incomodarle. Y, cuando ese momento llega, sólo desea que callen, que paren de moverse o lo que sea que estén haciendo que le distrae; le entran ganas de coger ese hilo argumental recién descubierto y enroscárselo alrededor del cuello con fuerza; no tanta como para ahorcarlos; sólo lo imprescindible para que callen un rato y él pueda finalizar ese párrafo que tiene en la punta de su pluma y que… ¡vaya! un bache en el pavimento hace botar el vehículo en el que se ha instalado a escribir y se le ha emborronado un renglón.
“Sólo a mí se me ocurre escribir sentado en un puñetero autobús.” Piensa. Luego mira de reojo al tipo que se ha sentado a su lado y que también observa por el rabillo del ojo su libreta para ver si pilla algo de lo que escribe.
Pablo analiza al recién llegado que mueve la pierna como si tuviera el baile de San Vito. Entonces, se pregunta quién será ese santo y por qué tiene un baile propio… Si tuviera wifi buscaría en San Google, pero su libreta de cuadros no tiene conexión y no puede acceder a la Wikipedia. Echa de menos tener una tableta… de las electrónicas, que de las de chocolate ya se zampa un par a la semana. Cree que es así como se consiguen los abdominales de tableta. Pero por más que se mira la barriga, lo único que ve aumentar son sus michelines.
María, su novia, está deprimida; no para de decirle que se quiere ir de España, que aquí la cosa está fatal. Dice que en Twitter ha oído hablar de otro planeta recién descubierto que es habitable y donde es posible que no haya llegado la crisis todavía… Pero Pablo sabe que ese nuevo mundo está a miles de años luz y mientras el AVE no circule por algún agujero negro, tendrán que quedarse aquí a pasarlo de ese mismo color.
Pablo intenta distraerse del tono oscuro que tiñe su realidad e impregna sus pensamientos perdido en su planeta de cuadros con espiral, a lomos de su estilográfica, desde la que navega siempre a la misma velocidad y evita distraerse con Twitter. A veces, se pregunta si alguien es capaz de leer los twitts de mil seguidores… él apenas da abasto con sus cincuenta… así que no le extraña que María oiga voces al finalizar el día… son demasiadas horas inmersa en la pantallita del móvil… pendiente de miles de mensajes diminutos… pobre María.
Intenta tranquilizarse diciéndose que el mundo es así; evoluciona… Y entonces se pregunta porqué todo cambia excepto el primate que está sentado a su lado y que sigue moviendo compulsivamente la pierna… y que le está poniendo de los nervios. Pero no es de buena educación decirle a alguien que no se conoce de nada que se esté quieto, por mucho que eso te impida concentrarte…
Me llamo Pablo. Soy escritor. A veces, salgo de casa a buscar historias y la que hoy encontré, me ha traído a comisaría.
Frente a mí, un agente rellena un impreso a máquina… ¡y yo que me sentía del siglo pasado con mi libretita! Aquí, en este organismo público, parece que no tienen presupuesto para comprar un ordenador o quizá lo que no tienen es paciencia para enseñar informática al agente que, ayudado únicamente por sus dedos índice, golpea el teclado de una Underwood que impacta sobre una cinta llena de tinta, marcando caracteres sobre el impreso que luego me hará firmar con un bolígrafo BIC, uno de esos de plástico transparente que detesto. Yo le pediría que me dejase firmar el impreso con mi Montblanc, que me sale mejor letra… pero entonces recuerdo que ya no está en mi poder, que por eso estoy en comisaría; que se la llevó el tipejo que tenía sentado a mi lado en el autobús y me he quedado sin ella. ¡Menuda cara! Todo el numerito de la pierna seguro que fue una estrategia para conseguir su objetivo. Y es que yo me pongo muy nervioso cuando me hacen temblequear el asiento y como no me atrevía a pedirle que parase… porque ¡a ver! ¿con qué derecho le pide uno a un desconocido que deje de tamborilear la pierna? Pero está claro que tampoco es sano reprimirse… luego pasa lo que pasa… uno se va calentando y, al final, no pude más, perdí los estribos y le clavé la pluma en el muslo. Y ¡vaya si surtió efecto…! dejó la pierna quieta en el acto…
Lo malo es que yo estoy aquí, en comisaria, prestando declaración y él, con mi Montblanc en urgencias.

13 enero 2012

Cuestión de enfoque


Araceli trataba de examinar la etiqueta de un bote de tomate triturado. “Cada vez ponen la letra más pequeña,” Pensó. Pero no buscó las gafas de leer que llevaba en algún rincón del bolso, aunque la jovencita de la óptica insistía en que debía ponérselas. “¿Qué sabrá ella lo que es vista cansada? El problema es de las etiquetas. Además, ¡es una cría! No sé ni cómo le dejan trabajar con lo joven que es.”
Últimamente le ocurría a menudo. Su médico de cabecera también tenía cara de niño, “¿qué podía saber él de medicina o sobre lo que tenía que comer y cuándo? Ya soy mayorcita para saber lo me conviene y no voy a permitir que un niñato me prohíba mis cuatro caprichos,” Se decía.
Arrastró sus pensamientos y el cestito con ruedas hasta el pasillo de los lácteos. Una nevera interminable acumulaba estanterías repletas de variantes de yogur: con azúcar, de soja, con envase de cristal, con edulcorantes, 0% de materia grasa, de sabores, con trocitos, biológicos, sin lactosa… Sintió vértigo.
-Yo sólo quiero un yogur normal, como los de siempre –murmuró.
-¿Araceli? –dijo una voz de hombre a sus espaldas.
Se giró. Había pasado una eternidad desde la última vez que se vieron, pero el corazón le dio un vuelco.
-¡Dios mío! ¡Araceli! ¡Qué alegría verte! Estás tan guapa como siempre.
-Está claro que, además de pelo, has perdido vista –respondió ella con una sonrisa maliciosa.
Él le rió la gracia y añadió:
-Cómo echaba de menos tus pullas.
-Seguro que no tanto como yo tus ronquidos –agregó ella.
Se estudiaron unos instantes en silencio, saboreando un lejano pasado en común que, gracias al tamiz del tiempo, les pareció más amable. Finalmente, Araceli rompió a hablar para evitar que se le humedecieran los ojos.
-¡Anda! Ayúdame a buscar unos yogures.
Él la tomó por el brazo y le pregunto:
-¿Los sigues tomando naturales y sin azúcar?
Araceli respondió:
-Pero ¿cómo puedes acordarte de eso? Creí que a estas alturas ya no podrías recordar ni tu nombre.
-Y yo, que moriría sin haber ligado en un supermercado y ya ves –añadió guiñándole un ojo.
Araceli se apretó contra su brazo y suavizando la voz agregó:
-Mejor que no te hagas muchas ilusiones, Don Juan. Hace mucho tiempo que no me gustan los hombres de mi edad.
-Apuesto a que se te olvida con un par de copas de vino –susurró instantes antes de iniciar un forcejeo con un pack de yogures, tratando de descifrar la etiqueta. 
Al verle arrugar los ojos y estirar los brazos, Araceli rebuscó en su bolso y, por primera vez, se puso las gafas de leer. En ese momento, los diminutos caracteres negros dejaron de oponer resistencia. Mas al ver los variados y desconocidos ingredientes que acompañaban aquel postre lácteo, miró a su acompañante a través de los cristales y murmuró:

-Ahora entiendo porqué nunca te gustó el yogur…
Al verlo tan de cerca y con las arruguitas magnificadas por el efecto lupa de los anteojos, le pareció más frágil que antaño y, por un momento, sintió algo parecido a la ternura.
-Será mejor que vayas a por una botella de vino antes de que me arrepienta, –
susurró, se quitó las gafas y las depositó en el lineal sobre un pack de yogures.