Puede que fuera cosa del destino que Marieta fuera a parar a
la cafetería donde Ernesto leía plácidamente una novela. Irrumpió en el local
hablando a voz en grito por el móvil y arrastrando, con la otra mano, al fruto
de sus entrañas cargado con una abultada mochila llena de libros, que debía
contribuir a hacer de él un hombre de provecho, pero tan solo había conseguido provocarle
una desviación de columna.
Para Ernesto aquella aparición fue un desatino. Aficionado
al café, gustaba del placer de la lectura en su cafetería habitual; un lugar de
luz cálida, cómodas butacas, gente discreta y música suave. Pero tras la
irrupción de Marieta y su criatura, había sido incapaz de pasar página, se
distraía en cada coma y perdía el hilo en cada punto y aparte.
Marieta pidió un agua para ella y un zumo envasado para su
retoño; de haberse molestado en leer la etiqueta, habría visto que apenas
contenía un 4% de zumo de frutas. El chiquillo, que además se ser hijo de
aquella mujer, lo era de su tiempo y de una alimentación industrial rica en
toxinas y azúcares, padecía un trastorno de hiperactividad con el que torturaba
a todo el que tenía a su alcance, excepto a su madre, que se mostraba inmune a
su falta de educación y parecía haberse vuelto sorda a los agudos grititos que
emitía desde cualquier ángulo de local, reclamando su esquiva atención:
-¡Mamá, mamá, mira! ¡Mira lo que hago, mamá! ¡Mamá…!
Mamá, en vez de mirarle o de levantarse, de cogerlo por una
oreja y obligarle a estar sentado un rato o de pegar un grito ella misma y
poner fin a la algarabía, parloteaba por el móvil ajena en cuerpo y alma a las
correrías del fruto de su vientre, que estuvo a punto de hacerse compota tras
tropezar con el pie de Ernesto y abrirse la cabeza.
Ante el cambio de ritmo en los gritos proferidos por el
chico, la madre levantó la vista, cortó en seco la conversación y se apresuró a
socorrer a su niño llevándoselo entre aspavientos y alaridos al hospital, a que
le curasen la brecha abierta en su cabeza, que había dejado un charquito
burdeos en el suelo.
Ernesto respiró aliviado, volvió a meter el pie bajo la mesa
y, mientras se arrellanaba en su butaca preferida, pensó "hasta el destino
necesita de vez en cuando que le echen un cable".
3 comentarios:
RS
Pense que nadie me habia visto, donde estabas sentada???
Cuando veas a alguien en un rincón de cualquier cafetería escribiendo...
;)
RS
Eras la rubia de la cola ligh??... no me lo digas prefiero imaginarte...
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