10 junio 2011

Ángel Negro


Una barra de hierro impactó contra su cabeza. Intentó defenderse, pero la sangre que manaba a borbotones de la brecha abierta sobre su ceja, espesaba su mirada y ralentizaba sus movimientos. Se dobló sobre sí mismo. Sintió un nuevo golpe que hizo crujir sus costillas. Y cayó sobre un charco de color burdeos que ya comenzaba a espesarse por los bordes.

Los pasos de su atacante se alejaron con prisa. Una sirena se aproximaba. Perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, tenía puesta una máscara de oxígeno y un paramédico repetía su nombre con insistencia. Sintió ganas de vomitar, pero no pudo. El sonido insistente de la sirena acompañaba los vaivenes del vehículo. Sus ojos volvieron a cerrarse.
En ese instante, en la otra punta de la ciudad, sonaba un teléfono.
Gabriela cierra la ventana antes de descolgar para no oír la sirena de ambulancia que se cuela en su comedor camino del hospital cercano. Ya es la quinta en lo que va de noche. Y Carlos que se retrasa. Tendré que cenar sola otra vez.
Gabriela camina despacio. Tiene las piernas hinchadas y dolor en la espalda. Lleva años esperando un riñón que no llega. Contesta. “¿Diga?” Es su médico, quiere verla mañana. “Sí doctor. Perfecto. Mañana a las ocho.”
“¿Dónde estará Carlos?” Se pregunta. “Tendré que ir sola al hospital.”
Carlos se mete entre las sábanas poco antes de la madrugada. Se le acerca sigiloso por la espalda. Le besa la nuca. Gabriela se gira. “Parece que hay buenas noticias. Mañana he de ir al hospital a primera hora.” Le explica entre susurros. “Puede que haya un donante.”
Carlos murmura un “te quiero” y repasa el contorno de sus labios con el índice derecho, como si con ese gesto de ternura pudiera borrar el recuerdo de los golpes asestados esa noche y tantas otras, en su particular búsqueda del Santo Grial con forma de legumbre, que podrá por fin liberar a Gabriela. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

La mitad de la poca vida que me queda por un corazón por el que "matar"

RS