07 febrero 2010

Empatía frugal

Miro por la ventana e intento abandonar recuerdos sobre las ramas que pasan veloces al otro lado del cristal.

Por megafonía, anuncian el nombre de la próxima parada. No presto atención, no es la mía. Pero un hombre desaliñado se levanta.

Minutos antes, alguien ha tirado las sobras de un bocadillo vacío en el suelo, pensando que quizá el resto nos abalanzaríamos sobre ellas como bestias hambrientas. Pero no es ese tipo de hambre la que nos habita y el pan ha rodado de pie en pie, reduciéndose a migajas y polvillo.

El hombre desaliñado, acostumbrado quizá a caminar cabizbajo, mira obsesivamente los despojos como si temiera que se le echasen encima en cualquier momento. Calza unas botas con suela de marcados dibujos y arrastra los pies, intentando agrupar las migas que, burlonas, se escabullen entre las hendiduras de goma y reaparecen al otro lado sin a penas cambiar de posición.

Un niño llora desconsolado. Temo que le haya salpicado alguna de mis memorias desahuciadas.

El hombre desaliñado blasfema y patea el suelo, como si a fuerza de intimidación pudiera limpiarlo y sentirse, también él, algo más puro.

Momentos después, un pitido intermitente previene la apertura de las puertas y una ráfaga de viento frío renueva el aire del vagón.

Él se apea.

Respiro hondo.

Deja tras de sí los restos de pan en el suelo y unas migajas de compasión en nuestros ojos hambrientos de afecto.

1 comentario:

Pedro Herrero dijo...

Una escena tensa, narrada en primera persona y apoyada en un sentimiento contradictorio de atracción y rechazo. Me consta que los trenes son ámbitos muy adecuados para recoger ese tipo de experiencias. Espero asistir a nuevos trayectos.