24 septiembre 2005

RUTINAS



Julián quería ser escritor pero no tenía imaginación. Además, por si eso fuera poco, trabajaba de contable en una empresa pequeña, por lo que no se puede decir que su día a día estuviera lleno de anécdotas memorables para inmortalizar en un texto.

Otro, en su lugar, habría sido capaz de sacarle jugo al vuelo de una mosca, pero en su despacho no había insectos y si alguno se colaba en aquel ambiente impoluto, carecía de alas y corría desesperado a esconderse en cuanto se hacía la luz.

Los escasos compañeros de trabajo que tenía eran como amebas traslúcidas que se mimetizaban con el entorno de tal guisa, que apenas habría reparado en su presencia, si no fuera por sus ocasionales conversaciones telefónicas, cuyo contenido sólo podía oír en parte; se le antojaban monólogos intermitentes, plagados de vacíos que era incapaz de rellenar.

Podría haber alimentado sus fantasías con el material de sus sueños, pero nunca recordaba nada. Creía a pies juntillas que él no soñaba nunca y si lo hacía, sus sueños eran demasiado tímidos para soportar el análisis de su mente consciente.

Julián tenía una esposa a la que mantener y a la que aguantar, María. Eso sí, la respetaba muchísimo. Tanto, que hacía ya mucho tiempo que había decidido saciar sus bajos instintos con otras mujeres. Otras a las que no quisiera tanto como a la suya y pudiera importunar libremente con sus urgencias. Urgencias que se parecían mucho a las riadas de septiembre. Llegaban una o dos veces al año, sin previo aviso y eran incontenibles, como si la inactividad del resto del año pasase factura de repente.

En esas ocasiones, organizaba una salida nocturna con algún amiguete divorciado, a la que acudía tras rociarse con colonia barata de la cabeza a los pies, haciendo hincapié en los calzoncillos (por si acaso). Este ritual no pasaba desapercibido a su señora, como a él le gustaba llamarla, como si ese sustantivo pudiera añadir algo de alcurnia a sus desvaídos orígenes. Ella había sido educada para ser una esposa ejemplar y había hecho suya la frase de "no se debe morder la mano que te da de comer". Así que tras darle un casto beso en la mejilla recién afeitada, se quedaba en casa, se daba un baño y esperaba que con un poco de suerte y la poca práctica de su esposo como depredador, volviera a casa con la munición intacta y en la recámara. Era como ganar un partido, no por méritos propios, sino gracias a los errores del contrario. Pero, a fin de cuentas, ganar.

A Julián, aquellas salidas le ayudaban a romper la rutina. El mundo se le antojaba como un Finisterre ante el que sentía vértigo con tan sólo asomarse a su infinita grandeza. Ese vértigo le hacía aferrarse con más fuerza al salvavidas de sus hábitos y aunque en su interior quedaba un rescoldo que le incitaba a vivir intensamente, no se atrevía a saltar al ruedo y recurría a sus escritos, que tras las fugaces escapadas quedaban teñidos de erotismo. El relato erótico tenía sus inconvenientes. Apenas podía nutrirse de sus experiencias directas y su fantasía, ya sabemos que no era su fuerte. De todas formas, a la que llevaba un par de párrafos escritos, se veía impelido a sustituir el ordenador por la anatomía oronda de su señora para aliviarse del efecto que sus breves proyecciones mentales, tenían en su entrepierna.

Ella nunca se había parado a reflexionar en el porqué de sus hemorragias mensuales y se entregaba concienzudamente (más en cuerpo, que en alma) a esos días (que según sus cálculos, constituían la época de apareamiento de los humanos) con la esperanza de quedarse embarazada antes de que se le pasase el arroz. Pero, enseguida las aguas volvían a su cauce. En su cuerpo, al igual que en sus vidas, lo único que pasaba era el tiempo.

Vivían en uno de esos edificios construidos en una ciudad dormitorio, a las afueras de la gran urbe, como una gran colmena destinada a la extinción, habitada únicamente por zánganos y obreras. Las más de cien familias que compartían aquel espacio, constituían una comunidad cuyo único nexo era la ausencia de vínculos entre sí y la disparidad vertiginosa de sus orígenes. Como un cocinero inconsciente que fuera cogiendo una pizca de esto, otra de aquello y depositándolo en una cazuela, sin pararse a pensar si los ingredientes serían compatibles entre sí, así les había reunido el destino a todos ellos.

Quizá el único punto que tenían en común era la miseria. Casi todos tenían ocupaciones remuneradas. Paupérrimamente remuneradas, aunque lo suficiente para acceder a ese escalafón social que se haya inmediatamente por encima del lumpen, pero lo suficientemente cerca de la miseria como para llevarla tatuada en el rostro.

Una noche al regresar a casa, Julián se encontró una cinta de vídeo desnuda, sin carátula ni títulos, tirada en el suelo del ascensor.

El ascensor de aquel edificio era como una caja mortuoria en la que el azar realizaba sus alquimias con humores, alientos y penas. En él, no se habían planificado conspiraciones políticas de altos vuelos, ni OPAS hostiles, ni tan siquiera amistosas, como mucho gamberradas y algún intento de violación, frustrado gracias a la inutilidad del botón de "stop" que sólo funcionaba siguiendo sus propios designios. A parte de hablar del tiempo o de lo ligera de cascos que era la hija del Ferretero, de poco más se hablaba. Los hallazgos que podía hacer uno en la superficie del suelo estaban más cerca de la roña y las excrecencias biológicas, que de objetos con valor alguno. Por eso, cuando Julián vio aquella cinta dudó si cogerla, pero pudo más su curiosidad que la grima que sentía. Miró hacia el techo del ascensor como rehuyendo una cámara de seguridad, que jamás había existido en aquel recinto, antes de decidirse a cogerla con dos dedos y escudriñar su superficie, en la que únicamente se indicaba su marca y longitud.

Llegó ansioso a casa por ver su contenido. Su mujer lo esperaba entre fogones, sonriente y sudorosa. Llevaba un vestido de tirantes muy desgastado y pequeño, que resaltaba los más recónditos puntos de su generosa anatomía. Pero la época de celo del macho ibérico en aquel domicilio ya había concluido hacía algunos días y los muñones de relatos eróticos descansaban en paz en algún lugar de la memoria del ordenador doméstico, al que nadie quitaba el polvo, por miedo a tocar alguna tecla que pudiese desencadenar un holocausto. Julián no reparó en su señora y tras lanzar la cinta sobre el sofá, se fue directo a las ollas.

"Hoy se ha suicidado la del cuarto." Dijo ella. "Se la encontraron despachurrada delante de la panadería." A Julián se le atragantó la albóndiga que acababa de meterse en la boca. Vino a su memoria la letra de una canción "cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana". Pensó que en aquel submundo no sólo saltaba el amor. A menudo, se llevaba tras de sí también a las personas.

No sabía quién era la del cuarto. Se giró y depositó un beso con restos de tomate en la frente de María, que se quedó callada pensando en los números rojos de su propia cuenta corriente, y pensando que ella vivía en un octavo. Al menos la del cuarto tenía posibilidades de fallar en su intento.

"Julián" dijo, "¿crees que quería matarse? ¿O sólo quería llamar la atención?"

"He encontrado una cinta de vídeo en el suelo del ascensor." Respondió él. "Podríamos verla mientras cenamos."

"Vale". Respondió ella mientras cerraba el fuego y servía un poco de arroz blanco con tomate en sendos tazones de Duralex. "Las albóndigas son para tu fiambrera de mañana" dijo mientras le tendía uno de los tazones. Julián se quitó la ajada corbata que, de tan chillona que era, eludía el paso de las modas y la lanzó sobre la americana que se arrugaba sobre un sillón. María se sentó a su lado y se amorró al tazón. "!Umm! ¡Qué bien huele! Lo he hecho bien blandito, como a ti te gusta."

Julián hizo una mueca mientras masticaba, que no llegó a convertirse en sonrisa. Un resplandor intermitente iluminaba sus rostros absortos en los respectivos tazones de arroz y mirando de hito en hito las imágenes del vídeo.

Él no estaba demasiado seguro de preferir el arroz blandito, tal como ella aseguraba. Pero tenía el estómago y la cama llenos, que era a lo más que un hombre como él debía aspirar, aunque fuera con el arroz pasado de su señora, aunque la pobreza se le enroscase cada noche en el cuello y le ronronease terrores animándole a saltar por la ventana tras ese amor huidizo que no era capaz de resistir el embiste de la rutina.

4 comentarios:

Enebro dijo...

Lola, me dejas con la boca abierta. Estoy muy impresionado, consigues que algo tan banal como las vidas aburridas y rutinarias de la clase media, se vuelva algo interesante con sólo unas pocas frases, y mantienes el suspense hasta el final.
Me gusta leerte, aquí tienes un fan.

C. Mayo dijo...

Gracias, enebro. Siempre es agradable recibir buenas críticas y una motivación para seguir escribiendo.

Enebro dijo...

¿No has escrito ninguna novela, o tienes algún borrador que estés pensando enviar a alguna editorial?

C. Mayo dijo...

Lo tengo en mente, pero aún está en fase embrionaria. Objetivo inmediato: vivir del cuento.